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Gilbert Achcar. Sacado de la web de Espacio Alternativo.

Tesis sobre el periodo, la guerra y el movimiento anti-guerra

Tesis sobre el periodo, la guerra y el movimiento anti-guerra

TESIS

1) La ocupación de Irak se inscribe plenamente en la «gran estrategia» expansionista inaugurada por Estados Unidos en el momento en que terminaba la Guerra Fría.

El fin de la URSS ha representado un giro histórico mayor, de una importancia equivalente al fin de cada una de las dos Guerras mundiales del siglo XX. Cada uno de estos giros ha sido la ocasión de un salto en una nueva etapa de expansión imperial de EE.UU.: pasaje del rango de potencia regional, o potencia mundial menor, al rango de potencia mundial mayor con la Primera Guerra mundial; pasaje al rango de superpotencia luego de la Segunda Guerra mundial, en el marco de un mundo bipolar, repartido entre los dos imperios de la Guerra Fría.

La agonía, y luego la implosión final de la URSS ha confrontado a EE.UU. con la necesidad de elegir entre las dos opciones estratégicas para el «arreglo del mundo» (shaping the world) de la posguerra fría. Washington ha optado por la perennización de su supremacía, en un mundo que se volvió unipolar en el plano de la fuerza militar, principal triunfo de EE.UU. en la competencia interimperialista mundial. La era de la hiperpotencia estadounidense fue inaugurada por la guerra de la administración Bush contra Irak en enero - febrero de 1991, el mismo año que vivió la caída final de la URSS.

Esta guerra, decisiva para el «arreglo del mundo», permitió realizar simultáneamente varios objetivos estratégicos mayores:

- El regreso en fuerza de la implantación militar directa de EE.UU. en la región del Golfo, detentora de los dos tercios de las reservas mundiales de petróleo. A las puertas de un siglo que estará marcado por la rarefacción progresiva, luego el agotamiento de este recurso estratégico entre todos, este regreso ubicaba a EE.UU. en posición dominante tanto en relación con sus rivales potenciales como en relación a sus aliados, todos - excepto Rusia - ampliamente dependientes del petróleo del Medio Oriente.

- La demostración sorprendente de la aplastante superioridad de los sistemas de armamentos de EE.UU. frente a los nuevos riesgos que pesan sobre el orden capitalista mundial, a causa de los estados «facinerosos» (rogue states) - riesgos ilustrados por el comportamiento predador del Irak baathista, tras las huellas de una «revolución islámica» que ya había instalado en Irán un régimen que escapaba del control de las dos superpotencias de la Guerra Fría. Esta demostración contribuyó fuertemente en convencer a las potencias europeas y Japón, aliados mayores de Washington, de renovar la relación de vasallaje que había establecido después de la Segunda Guerra mundial hacia una América convertida en señor feudal. El mantenimiento de la OTAN y su mutación en «organización de seguridad» tradujeron la reconducción de esta relación jerárquica.

Al mismo tiempo, el regreso de EE.UU. a Medio Oriente inauguraba una nueva y última fase histórica de expansión del imperio mundial regido por Washington: la extensión de la red de bases y de alianzas militares con las que Washington encierra al mundo, a las regiones del planeta que se le escapaban aún porque hasta ese momento estaban dominadas por Moscú. La ampliación de la OTAN al este de Europa, la intervención militar en Bosnia y luego la guerra del Kosovo, fueron las primeras etapas de esta conclusión de la mundialización imperial, realizadas bajo la administración Clinton. La continuación de este proceso requería condiciones políticas favorables, sobre todo con respecto a la persistencia del «síndrome de Vietnam» que frenaba las ambiciones militares expansionistas de Washington.

2) Los atentados del 11 de septiembre de 2001 ofrecieron a la administración Bush II la ocasión histórica de acelerar al máximo y acabar este proceso en nombre de la «guerra contra el terrorismo».

La invasión de Afganistán y la guerra contra la red Al Qaida fueron, al mismo tiempo, el pretexto ideal para la extensión de la presencia militar estadounidense en el corazón del Asia central ex soviética (Uzbekistán, Kirguistán, Tadjikistán) y hasta el Cáucaso (Georgia). Además de la riqueza en hidrocarburos (gas y petróleo) de la cuenca del Caspio, el Asia central presenta el inestimable interés estratégico de estar situado en el centro de la masa continental euroasiática, entre Rusia y China, los dos principales adversarios potenciales de la hegemonía político - militar de EE.UU.

La invasión de Irak, realizada sobre la marcha de la precedente, apuntaba a terminar lo que quedó sin terminar en 1991, a causa de la imposibilidad de ocupar duraderamente el país tanto por razones de política internacional (mandato limitado de la ONU, existencia de la URSS) como por razones de política interna (reticencia de la opinión pública, mandato limitado del Congreso). Con la ocupación de Irak que se agrega a su tutela feudal sobre el reino saudí y su implantación militar en los otros emiratos de la región del Golfo, EE.UU. ejerce en el presente un control directo dobre más de la mitad de las reservas mundiales de petróleo - además de sus propias reservas domésticas. Washington busca activamente completar esta influencia planetaria sobre el petróleo extendiendo su hegemonía a Irán y a Venezuela, sus dos blancos prioritarios después de Irak.

3) La opción estratégica de la culminación de la dominación estadounidense unipolar sobre el mundo es el corolario de la opción neoliberal adoptada por el capitalismo mundial e impuesta al conjunto del planeta en el marco del proceso mundial designado con el nombre de «mundialización».

Con el fin de garantizar el libre acceso de EE.UU. y de sus socios del sistema imperialista mundial a los recursos y mercados del resto del mundo, como para prevenirse contra los riesgos extra económicos de desestabilización del sistema y de los mercados, inherentes a la precarización neoliberal del mundo (desmantelamiento de las conquistas sociales, privatización a ultranza, competencia salvaje), la existencia y el mantenimiento de una fuerza militar a la medida de estas cosas puestas en juego es indispensable. Washington ha elegido hacer de EE.UU. «la nación indispensable» del sistema mundial: el abismo militar entre EE.UU. y el resto del mundo no deja de profundizarse. Del tercio de los gastos militares a comienzos de la posguerra fría, EE.UU. han llegado a gastar ellos solos más que los gastos militares acumulados del conjunto de los otros estados del planeta.

Esta formidable superioridad militar de la hiperpotencia estadounidense sale de ese «militarismo» inherente al concepto del imperialismo, desde su primera definición sistemática (Hobson), magnificado por la estructura jerárquica de tipo feudal (señor feudal/vasallos) instaurada desde la Segunda guerra mundial. En virtud de esta estructura, una superpotencia tutelar aseguraba a partir de ahora la parte esencial de la defensa de un sistema capitalista que había completado con una solidaridad subjetiva institucionalizada su solidaridad objetiva. Esto había sido ilustrado por la experiencia económica y política de la Gran Depresión, antes de volverse manifiesto por la confrontación mundial con el sistema stalinista.

Para que esta misma estructura jerárquica se vuelva imperial planetaria única, y para que lo siga siendo, era absolutamente necesario, y lo será permanentemente, que la superpotencia, mutada a hiperpotencia, mantenga medios militares a la altura de las ambiciones que se ha fijado. La reafirmación del rol de señor feudal de EE.UU. y su ascenso al rango de hiperpotencia militar por el desarrollo de la asimetría entre sus medios y los del resto del mundo estaban en el centro del proyecto de la administración Reagan y del crecimiento extraordinario de los gastos militares - a un nivel record, por fuera de una situación de guerra - por el que esta se ha distinguido.

El fin de la Guerra Fría, combinado con las obligaciones económicas de las finanzas públicas peligrosamente deficitarias, habían arrastrado a la reducción, luego a la calma de los gastos militares estadounidenses en la primera mitad de los años 1990. El resurgimiento de una contestación rusa possoviética de los objetivos de Washington alrededor de la ampliación de la OTAN (a partir de 1994), luego de las crisis balcánicas (1994 - 1999), así como la emergencia de una contestación china posmaoísta ilustrada por el brazo de hierro sobre la cuestión de Taiwan (1996), todo sobre el fondo de cooperación militar creciente entre Moscú y Pekín, arrastró a la administración Clinton a enganchar un alza de los gastos militares estadounidenses a largo plazo a partir de 1998.

4) El relanzamiento de la carrera estadounidense al sobrearmamento frente al resto del mundo, sucediéndose a la carrera de armamentos contra la URSS del tiempo de la Guerra Fría, fue acompañada por un cambio de actitud de Washington en la gestión de las relaciones internacionales.

El idilio con la ONU, a partir de la «crisis del Golfo» en 1990, así como la creencia en la posibilidad de desplegar sistemáticamente el rol imperial de EE.UU. en el marco de una legalidad internacional dominada a merced de Washington (Irak, Somalia, Haití), fueron abandonados, en un primer momento, en provecho de la acción unilateral de la OTAN en los Balcanes. Los derechos de veto rusos y chinos en el Consejo de Seguridad de la ONU fueron delimitados así por la acción unilateral de la estructura militar colectiva dirigida por Washington, en nombre de supuestos cuidados «humanitarios».

El nuevo salto en los gastos militares se hizo posible por el 11 de septiembre de 2001, el nuevo consenso creado por estos mismos atentados alrededor de las expediciones militares de Washington, combinados con la inclinación «unilateralista» propia a la administración Bush II, incitaron a esta última a liberarse de toda estructura institucional en la culminación de la expansión imperial estadounidense. Las coaliciones de geometría variable (coalitions of the willings), con el bastón de mando indiscutido de Washington, reemplazaron a la misma OTAN, cuyo principio de unanimidad constituye el equivalente al derecho de veto acordado al conjunto de sus estados - miembros.

La guerra de invasión a Irak fue la ocasión por excelencia de la puesta en marcha de este principio unilateralista: en el asunto iraquí, el punto de vista y los intereses estadounidenses no solamente estaban en conflicto con los de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, como Rusia y China, generalmente opuestos a la hegemonía mundial de EE.UU., sino también con los de los aliados tradicionales de Washington y miembros de la OTAN, como Francia y Alemania. La concordancia de intereses y de puntos de vista de EE.UU. con el Reino Unido permitió a los dos países hacer conjuntamente la invasión, con la unión a su empresa de algunos miembros de la OTAN y otros aliados dóciles o afanosos de Washington.

El empantanamiento de EE.UU. y de su coalición en Irak y la dificultad que experimenta la administración Bush II para dirigir la ocupación del país han aportado una demostración sorprendente de la debilidad de su unilateralismo arrogante, que le había sido reprochado de entrada por una fracción importante del establishment estadounidense, hasta en las filas republicanas y el entorno de Bush I.

5) El fracaso iraquí ha destacado la necesidad de un regreso a una combinación más sutil entre la supremacía de la fuerza y el mantenimiento de un consenso mínimo con las potencias aliadas tradicionales (OTAN, Japón), si no es con el conjunto de las demás potencias en el marco de la ONU. El consenso tiene un precio, por cierto: EE.UU. debe tener en cuenta aunque sea un poco los intereses de sus socios, mientras se reserva la parte del león.

Desde el giro de 1990 - 91, Washington ha considerado que el rol de verificación y de gestión del consenso entre las grandes potencias, que la ONU ha desempeñado desde la Guerra Fría, se había vuelto obsoleto. La igualdad en derecho (de veto) de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad le parecía caduco en un mundo unipolar, en donde solamente EE.UU. está en condiciones de practicar un veto de hecho en materia de «seguridad» internacional. Ahora bien, paradójicamente, las oscilaciones del orden del mundo ha pasado por una utilización política de la ONU por Bush I, con el objetivo de obtener un aval doméstico a su guerra contra Irak. Luego bajo Clinton, la ONU en los Balcanes se redujo a la gestión posguerra, en combinación con la OTAN, de los territorios invadidos por esta última organización, llevada adelante por EE.UU. En Afganistán, esta misma fórmula de gestión posguerra fue reconducida por una invasión dirigida unilateralmente por Washington.

Enfrentado a la dificutad de dirigir la ocupación en Irak, después de haber llevado adelante la invasión, EE.UU. intenta retornar a un escenario afgano para este último país. La letra, y más aún, el espíritu de la Carta de la ONU son alegremente ridiculizados. Respecto a la Carta, las guerras de invasión son ilegales a menos que sean decididas por el Consejo de Seguridad: en este sentido, las guerras de Washington, a falta de ser justas o legítimas, no son tampoco legales. La de 1991 se llevó adelante en nombre de la ONU, pero no por esta última, como lo dijo el mismo secretario de la organización.

En tal caso, Washington no concibe el recurso a la ONU, al igual que a la OTAN o toda otra estructura colectiva, más que en la medida en que este recurso pueda serle útil. EE.UU. siempre se reservó la facultad de actuar unilateralmente si la defensa de sus intereses lo exige. Este chantaje al unilateralismo es ejercido permanentemente sobre todas las instituciones internacionales. Esto se origina por la fuerte depreciación de la Carta de la ONU desde el fin de la Guerra Fría.

6) Las opciones mayores del sistema imperialista mundial dirigido por EE.UU. desde el fin de la Guerra Fría han abierto un largo período histórico de desenfrenado intervencionismo militar. La única fuerza capaz de dar vuelta este curso de las cosas es el movimiento anti - guerra.

La evolución de las relaciones de fuerza militares mundiales desde el fin de la URSS ha reducido al mínimo las inhibiciones del intervencionismo imperialista: excepto la disuasión nuclear que solo un estado suicida puede erigir contra EE.UU. (el caso sería diferente para una red terrorista clandestina no confinada a un territorio susceptible de sufrir represalias), ninguna fuerza militar en el mundo es capaz de detener la apisonadora de la hiperpotencia estadounidense cuando decide invadir un territorio.

La única gran potencia capaz de bloquear la maquinaria de guerra imperial es la opinión pública y su destacamento de vanguardia en la materia: el movimiento anti - guerra. Es, lógicamente, la población estadounidense quien tiene el peso decisivo respecto a esto. El «síndrome de Vietnam» - dicho de otro modo, el impacto del formidable movimiento anti - guerra que había contribuido enormemente a poner fin a la ocupación yanqui de Vietnam - ha paralizado al imperio militarmente durante más de 15 años, entre el retiro precipitado de Vietnam en 1973 y la invasión a Panamá en 1989.

Por lo demás, desde la acción militar contra la dictadura panameña, Washington tomó blancos fáciles de diabolizar frente a la opinión pública, a causa de su horrorosa naturaleza dictatorial: Noriega, Milosevic, Saddam Hussein, etc. Si es preciso, la propaganda estatal y mediática agrandan los rasgos de una realidad insuficientemente conforme a su imagen diabolizada, sobre todo en comparación con sus aliados de Occidente. Este fue el caso de Milosevic (comparado con Tudjman, su adversario croata), como es el caso del régimen iraní (comparado con el integrismo mucho más oscurantista y medieval de la monarquía saudita) o como intenta hacerlo para el venezolano Hugo Chavez...

Sin embargo, la dificultad encontrada por Bush I en 1990 para obtener una luz verde del Congreso para su operación militar en el Golfo, a pesar de la ocupación iraquí a Kuwait, así como la que encontró la administración Clinton para intervenir en los Balcanes, además del retiro precipitado de las tropas estadounidenses de Somalia, dan testimonio de la persistencia de una fuerte reticencia de la opinión pública y de su presión electoral. Por el contrario, el movimiento anti - guerra seguía estando anémico desde su nacimiento en 1990.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 dieron a la administración Bush II la ilusión de una adhesión masiva e incondicional de la opinión pública occidental a sus deseos expansionistas disfrazados de «guerra contra el terrorismo». La ilusión fue de corta duración: 17 meses después de los atentados, EE.UU. y el mundo conocieron, el 15 de febrero de 2003, la más amplia movilización anti - guerra desde Vietnam - la más amplia movilización internacional de la historia. Expresión del rechazo masivo de la opinión pública mundial de la invasión proyectada a Irak, esta movilización sin embargo fue una protesta minoritaria en EE.UU. El movimiento internacional, como de costumbre, había contribuido poderosamente al refuerzo del movimiento estadounidense, pero el efecto 11 de Septiembre, mantenido por la desinformación organizada por la administración Bush, no se había difuminado suficientemente.

7) Los sinsabores de la ocupación estadounidense de Irak han creado las condiciones propicias para un giro mayoritario de la opinión pública en EE.UU. y para un potente e inexorable deseo de repatriación de las tropas.

El problema es, esta vez, que el destacamiento de vanguardia tuvo una baja de actividad desde la invasión, mientras que tendría que haber seguido su progresión. La desmoralización inducida por una visión muy fija de corta duración, mientras que era altamente improbable que el movimiento llegue a impedir la guerra, dada la importancia de la apuesta de Washington; la creencia electoralista en la posibilidad de resolver el problema en las urnas, mientra que solamente la presión popular podría imponer el retiro de las tropas estadounidenses de Irak, en vistas del consenso bipartidario sobre la importancia de la apuesta; la ilusión de que las acciones armadas de todo tipo a las que se enfrentan las tropas de ocupación bastarán para poner fin a la ocupación - estas son las principales razones de la inoportuna baja en la actividad del movimiento anti - guerra.

Estas razones hacen poco caso a la experiencia vietnamita, demasiado alejada de las nuevas generaciones para que sus lecciones hayan quedado en la memoria colectiva, por ausencia de una continuidad del movimiento anti - guerra capaz de transmitirla. El movimiento que puso fin a la ocupación estadounidense en Vietnam se había construido en el tiempo, como movimiento de largo aliento, y no como movilización previa al desencadenamiento de la guerra, interrumpida por el inicio de la invasión. Este movimiento se hacía muchas menos ilusiones con una solución electoral del problema en EE.UU. que el que se había construido en la administración demócrata de Johnson, antes de culminar en la administración republicana de Nixon. Estaba claro para este movimiento que, a pesar de su fabulosa resistencia, incomparablemente más importante y eficaz que la que conoce Irak, los vietnamitas no tenían, en su trágico aislamiento militar, los medios para infligir a las tropas estadounidenses un Dien Bien Phu - es decir, una derrota de una amplitud comparable a la que puso fin a la ocupación francesa de su país.

Esto es más cierto para Irak: además de la heterogeneidad de las fuentes y formas de acción violentas en este país, en donde atentados terroristas, con resabios confesionales, contra la población civil se mezclan con legítimas acciones contra las fuerzas de ocupación y sus reclutas temporarios locales, la configuración del terreno hace imposible en sí mismo infligir una derrota militar a la hiperpotencia estadounidense. Por eso los ocupantes temen más a las movilizaciones de masas de la población iraquí, a semejanza de las que impusieron la decisión de hacer elecciones en enero de 2005 como tarde.

Solamente un empuje decisivo del movimiento anti - guerra y de su eco en la opinión pública en EE.UU. y a escala mundial, agregándose a la presión popular iraquí, sería capaz de imponer a Washington levantar su dominio en un país de importancia económica y estratégica infinitamente más grande que Vietnam, y cuya invasión, luego ocupación ya le ha costado tantos miles de millones de dólares.

Si Irak ofrece hoy el potencial de un «nuevo Vietnam», no es para hacer una comparación militar de las dos ocupaciones, sino únicamente para hacer una comparación política. En efecto, se trata del estancamiento más importante al que se enfrenta EE.UU. desde 1973, un estancamiento cuyo efecto está amplificado por la misma memoria de Vietnam (prueba de la persistencia del «síndrome») así como por la evolución de los medios de comunicación desde entonces.

Hay allí una ocasión histórica de reanudar con el impulso del 15 de febrero de 2003, para reconstruir un movimiento anti - guerra de largo aliento, capaz de transformar la aventura iraquí de Washington y sus aliados en nuevo Vietnam político, es decir en nuevo bloqueo de larga duración de la maquinaria de guerra imperial. Tal perspectiva, combinada con la progresión de la movilización mundial contra el neoliberalismo, permitiría abrir el camino a los profundos cambios sociales y políticos que requiere urgentemente un mundo de iniquidades en pleno crecimiento.

Gilbert Achcar, militante marxista de origen libanés radicado en Francia. Profesor en ciencias políticas en la Universidad de París-VIII. Co-dirigió la edición del Atlas de Le Monde Diplomatique (Francia y Argentina 2003) y entre sus obras más importantes se destacan Le choc des barbaries [Complexe, París 2002) y L’Orient Incandescent. Le Moyen-Orient au miroir marxiste [Editions Page Deux, Lausanne 2003].

** Publicado en A L’encontre-La Breche ( www.alencontre.org ) / Traducción de Rossana Cortéz, especial para Panorama Internacional / Remite Correspondencia de Prensa. Ernesto Herrera: germain chasque.net

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