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Extraído de «Eichmann en Jerusalén» (1963)

La resistencia noviolenta contra el nazismo: el ejemplo de Dinamarca y Suecia (Hannah Arendt)

La resistencia noviolenta contra el nazismo: el ejemplo de Dinamarca y Suecia (Hannah Arendt)

En su libro «Eichmann en Jerusalén: la banalidad de mal» (1963), la filósofa alemana Hannah Arendt, a partir del juicio celebrado en Jerusalén contra el criminal contra la Humanidad Adolf Eichmann, disecciona tanto la compleja maquinaria del asesinato del nacionalsocialismo como la psicología de masas que permitió su funcionamiento, personificada en la figura del gris burócrata Eichmann, obsesionado por obedecer las leyes como si las hubiera promulgado él mismo y hacer su trabajo de manera impecable: organizar la deportación a los campos de exterminio de los judios de los diferentes países ocupados por la Alemania nazi o aliados.

En el extracto que os ofrecemos, Arendt nos presenta la ejemplar resistencia activa de la población y las élites políticas danesas para proteger a los judios residentes en su territorio, ocupado desde el inicio de la II Guerra Mundial por las tropas del III Reich. También se refiere a las estrategias de protección de la población judia que también se dieron en la Italia fascista.


En
la Conferencia de Wannsee, Martin Luther, del Ministerio de Asuntos
Exteriores, ya avisó a los reunidos de las grandes dificultades
con que tropezarían en los países escandinavos, notablemente
en Noruega y Dinamarca. (Suecia no fue ocupada por los alemanes,
y Finlandia, aun cuando entró en la guerra junto con los países
del Eje, fue el único país en que los nazis nunca abordaron el
problema judío. La sorprendente excepción de Finlandia, que contaba
con unos dos mil judíos, quizá se debió a la gran estima en que
Hitler tenía a los finlandeses, a quienes quizá no quería someter
a amenazas y humillantes coacciones.) Luther propuso no iniciar por
el momento las evacuaciones en Escandinavia, lo cual se hizo,
sin discusión, con respecto a Dinamarca, ya que este país
conservaba
su gobierno independiente, y fue respetado como Estado
neutral hasta el otoño de 1943,
pese
a que, juntamente con Noruega,
había sido invadido por el ejército alemán en 1940.
En
Dinamarca
no había partidos fascistas o nazis, dignos de ser tenidos
en cuenta, y, en consecuencia, no había colaboracionistas. Sin
embargo,
en Noruega, los alemanes encontraron entusiastas colaboradores,
hasta el punto que el apellido de Vidkun Quisling, jefe del
partido noruego pronazi y antisemita, ha servido para formar la
expresión
«gobierno Quisling», equivalente a «gobierno títere». La
gran mayoría de los mil setecientos judíos de Noruega eran
apátridas,
refugiados procedentes de Alemania; fueron apresados e internados,
en el curso de muy pocas operaciones relámpago, en octubre
y noviembre de 1942.
Cuando
la oficina de Eichmann ordenó que fueran deportados a Auschwitz,
algunos de los hombres del movimiento de Quisling dimitieron de sus
cargos en el gobierno.
Esto seguramente no sorprendió a Luther ni al Ministerio de Asuntos
Exteriores, pero ocurrió algo mucho más grave, y totalmente
imprevisto: Suecia inmediatamente ofreció asilo, y, en algunos casos
la nacionalidad sueca, a todos los perseguidos. Ernst ven Weizsäcker,
subsecretario de Estado en el Ministerio de Asuntos Exteriores,
que fue quien recibió la oferta, se negó incluso a tomarla
en consideración; sin embargo, la actitud de Suecia no fue estéril.
Siempre ha sido relativamente fácil salir ilegalmente de un país,
y casi imposible entrar en el lugar de asilo sin permiso, y, una vez
allí, hurtarse a las investigaciones de las autoridades de
inmigración.
En consecuencia, cerca de novecientos individuos, poco más
de la mitad de la minúscula población judía de Noruega, pasó
ilegalmente a Suecia.

Sin
embargo, fue en Dinamarca donde los alemanes tuvieron ocasión
de comprobar cuán justificados eran los temores expresados por el
Ministerio de Asuntos Exteriores. La historia de los judíos
daneses es sui
generis,
y
la
conducta del pueblo danés y su gobierno, única entre la de todos
los países de Europa, ya ocupados, ya
aliados del Eje, neutrales o verdaderamente independientes. Difícil
resulta vencer la tentación de recomendar que esta historia sea de
obligada enseñanza a todos los estudiantes de ciencias políticas,
para
que conozcan un poco el formidable poder propio de la acción
no violenta y de la resistencia, ante un contrincante que tiene
medios
de violencia ampliamente superiores. Cierto es que había en
Europa unos cuantos países que carecían de «una adecuada
comprensión
del problema judío», y que la mayoría de las naciones europeas
se oponían a las medidas «radicales»,
así como a las soluciones
«finales». Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca,
resultaron
ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que
estaban en la esfera de influencia alemana, solamente Dinamarca
se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes.
Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes alemanas y emprendieron
un complicado juego de engaños y trampas que les permitió salvar
a sus judíos, haciendo con ello un auténtico tour
de force
de
ingenio,
pero jamás discutieron la política alemana en cuanto tal. Los
daneses adoptaron una actitud totalmente distinta. Cuando los
alemanes
les propusieron, con gran cautela, que se diera la orden implantando
el distintivo amarillo, recibieron la escueta respuesta de
que el rey sería el primero en ostentarla, y los miembros del
gabinete
danés tuvieron buen cuidado en dejar claramente sentado que la
aplicación de cualquier tipo de medidas antisemitas comportaría su
inmediata dimisión. En este caso, tuvo vital trascendencia
que los alemanes ni siquiera lograran implantar la importantísima
distinción entre daneses de origen judío, de los que había unos
seis mil cuatrocientos, y los mil cuatrocientos judíos alemanes que
se habían refugiado en el país antes del inicio de la guerra, y a
los
que el gobierno alemán había declarado apátridas. Esta negativa
seguramente debió de sorprender extraordinariamente a los
funcionarios
alemanes, ya que era «ilógico» que un gobierno protegiera
a unas gentes a las
que había denegado sistemáticamente la ciudadanía,
e incluso los permisos de trabajo. (Desde un punto de vista
jurídico, antes de la guerra, la situación de los refugiados judíos
en Dinamarca era parecida a la de los refugiados judíos en Francia,
salvo en cuanto la general corrupción imperante en la Tercera
República permitió que unos cuantos de ellos obtuvieran los
documentos
de ciudadanía francesa, merced a soborno y «amistades»,
por lo que la mayor parte de los refugiados en Francia pudieron
trabajar ilegalmente, sin el debido permiso. Pero Dinamarca,
al igual que Suiza, no era país apto pour
se débrouiller.)
Sin
embargo,
los daneses explicaron a los alemanes que, como fuere que
los refugiados apátridas habían dejado de ser ciudadanos alemanes,
los nazis no podían apoderarse de ellos sin el consentimiento
del gobierno danés. Este fue uno de los poquísimos casos en
que la apatridia se convirtió en un valor positivo, aun cuando, como
es natural, no fue la apatridia per
se
lo
que salvó a los judíos, sino,
al contrario, el hecho de que el gobierno danés decidiera
protegerlos.
Así pues, ninguna de las medidas preparatorias, tan importantes
en la maquinaria burocrática del asesinato, pudo aplicarse,
debido a lo cual las operaciones fueron retrasadas hasta el otoño
de 1943.

Lo
que entonces ocurrió fue verdaderamente increíble. En comparación
con lo que tuvo lugar en los restantes países europeos,
bien podemos decir que en Dinamarca todo funcionó desastrosamente
para los nazis. En agosto de 1943 -cuando la ofensiva
alemana
contra Rusia había fracasado, cuando el Afrika Korps se había
rendido en Túnez, y los aliados habían invadido Italia- el gobierno
sueco denunció el tratado de 1940,
según
el cual concedía
derecho de paso sobre su territorio a las fuerzas armadas alemanas.
Entonces, los obreros daneses decidieron que ellos también
podían aportar su grano de arena, a fin de precipitar el desarrollo
de las cosas. Hubo disturbios en los astilleros daneses, donde
los obreros se negaron a reparar los buques alemanes y se declararon
en huelga. El comandante militar alemán proclamó el estado
de emergencia y puso en vigor la ley marcial. Entonces, Himmler
pensó que había llegado el momento oportuno de solventar
el problema judío, solución que tanto se había retrasado. Pero
Himmler no contaba con que -además del hecho de la resistencia
danesa- los oficiales alemanes que habían vivido largo tiempo
en el país ya no eran los mismos, que habían cambiado
profundamente.
El general Von Hannecken, comandante militar, se negó a poner sus
tropas a la disposición del plenipotenciario del Reich,
doctor Werner Best; las unidades especiales de las SS
(Einsatzikommandos)
destacadas
en Dinamarca se oponían muy frecuentemente
a ejecutar «las medidas que los organismos centrales les
ordenaban», dicho sea en las palabras empleadas por Best en sus
declaraciones ante el tribunal de Nuremberg. Y el propio Best,
antiguo
miembro de la Gestapo y ex asesor jurídico de Heydrich, autor de un
libro en aquel entonces famoso sobre la policía, quien había
trabajado en el gobierno militar de París, a entera satisfacción
de sus superiores, ya no era digno de confianza, aun cuando es dudoso
que Berlín supiera hasta qué punto no podía ya confiar en
Best. Desde un principio se pudo percibir que en Dinamarca las cosas
no funcionaban como debían, por lo que la oficina de Eichmann
mandó allí a uno de sus mejores hombres, es decir, a Rolf Günther,
a quien nadie había acusado de no poseer la necesaria «despiadada
dureza». Günther no impresionó lo más mínimo a sus colegas
de Dinamarca, y Hannecken se negó a dictar un decreto ordenando
a los judíos que se presentaran a sus respectivos puestos de
trabajo.

Best
fue a Berlín, donde obtuvo la promesa de que todos los judíos
de Dinamarca, prescindiendo de categorías, serían enviados a
Theresienstadt, concesión esta que tenía gran importancia desde el
punto de vista nazi. La detención e inmediata partida de los judíos
se
fijó para la noche del día primero de octubre -los buques estaban
ya dispuestos en el puerto-, y como fuera que no se podía confiar
en los daneses, ni en las tropas alemanas estacionadas en Dinamarca,
ni en los propios judíos, a los fines de prestar la colaboración
necesaria en esta operación, desde Alemania fueron enviadas
unidades especiales de policía, para que detuvieran a los judíos
en sus propias casas. En el último instante, Best dijo a estas
unidades
de policía que no podían penetrar en las viviendas por la fuerza,
ya que si lo intentaban la policía danesa intervendría, y los
alemanes no debían luchar con ella. En consecuencia, tan solo
pudieron
prender a aquellos judíos que voluntariamente les abrieron la
puerta de sus casas. De un total de 7.800
individuos,
encontraron
en casa, dispuestos a dejarles entrar, a 477
exactamente.
Pocos días
antes del fijado para la ejecución del plan, un alemán
consignatario
de buques, llamado Georg E Duckwitz, probablemente informado por el
propio Best, comunicó al gobierno danés las intenciones
de los alemanes, y los funcionarios daneses se apresuraron a informar
de ello a los dirigentes de la comunidad judía. Estos, en claro
contraste con la actitud adoptada por los dirigentes judíos de otros
países, comunicaron abiertamente las noticias en las sinagogas,
en ocasión de las celebraciones de Año Nuevo. Los judíos tuvieron
el tiempo justo para abandonar sus viviendas y esconderse, lo
cual era muy fácil en Dinamarca, debido a que, en palabras de la
sentencia
dictada en Jerusalén, «el pueblo danés, en todos sus niveles,
desde el rey hasta el más humilde ciudadano» estaba presto a
recibirles.

Los
judíos hubieran podido permanecer en sus escondrijos hasta
el fin de las hostilidades, si Dinamarca no hubiera gozado de la
bendición de tener a Suecia por vecina. Lo más razonable parecía
embarcar a los judíos hacía Suecia, y así se hizo con la ayuda de
la
flota pesquera danesa. El coste del transporte de los individuos que
carecían de medios -que era de unos cien dólares por persona-
fue pagado con creces por opulentos ciudadanos daneses, lo cual
quizá fue lo más sorprendente en toda esta historia, ya que en
aquel
tiempo los judíos pagaban los gastos de su propia deportación,
y los judíos ricos entregaban fortunas a cambio de un permiso
de salida (así ocurrió en Holanda, Eslovaquia y Hungría), ya a
través
del soborno a las autoridades de los respectivos países, ya
negociando
con las SS, que aceptaban únicamente moneda fuerte, y,
en Holanda, vendían los permisos de salida por un precio que
oscilaba
entre los cinco y diez mil dólares por persona. Incluso en las
zonas en que los judíos encontraban auténtica simpatía y deseos de
ayudarles, tenían que pagar, por lo que las oportunidades que de
escapar tenían los pobres eran nulas.

La tarea de transportar a los judíos a través de la franja de mar -entre
cinco y quince millas, según los lugares- que separa a Dinamarca
de Suecia, llevó casi todo el mes de diciembre. Los suecos acogieron
a 5.919 refugiados, de los cuales 1.000 por lo menos eran
de origen alemán, 1.300 medio judíos, y 686 gentiles casados con
judíos. (Casi la mitad de los judíos daneses permanecieron
escondidos en Dinamarca, y sobrevivieron hasta el final de la contienda.)
Los judíos no daneses se encontraron en mejor situación que
en cualquier tiempo pasado, y todos ellos recibieron permiso para
trabajar, Los pocos centenares de judíos que la policía alemana
pudo detener fueron enviados a Theresienstadt. Eran gente de edad
avanzada o pobre que no pudo enterarse a tiempo de lo que iba
a ocurrir o que no pudieron comprender el significado de la
información que se les dio.

En
el gueto gozaron de privilegios superiores a los de los restantes
grupos, debido a las constantes «molestias» que para protegerles
causaban las instituciones y los ciudadanos privados daneses.
Murieron cuarenta y ocho internados, cifra que no debemos calificar
de excesivamente alta, teniendo en cuenta la edad media del
grupo. Cuando todo hubo terminado, se atribuyó a Eichmann la
opinión de que, «por diversas razones, la acción contra los judíos
de Dinamarca fue un fracaso», en tanto que el curioso doctor Best
declaró que «el objetivo de la operación no fue detener a gran
número
de judíos, sino dejar a Dinamarca limpia de judíos, objetivo
que ahora está ya cumplido».

Política
y psicológicamente el más interesante aspecto de este capítulo
quizá sea el papel interpretado por las autoridades alemanas
de Dinamarca, es decir, el evidente sabotaje que hicieron a las
órdenes recibidas desde Berlín. Este es el único caso de que
tenemos
noticia en que los nazis se enfrentaron con una resistencia abierta
por
parte de los ciudadanos del país, y el resultado parece ser
que aquellos que se enfrentaron con tal resistencia modificaron
la actitud al principio adoptada. Los propios nazis dejaron de
considerar
que el exterminio de todo un pueblo era cosa cuya realización
no cabía poner en tela de juicio. Cuando se enfrentaron con
una resistencia basada en razones de principio, su «dureza» se
derritió como mantequilla puesta al fuego, e incluso dieron muestras
de cierta auténtica valentía. Que el ideal de «dureza», salvo
quizá en el caso de unos cuantos brutos medio dementes, no era más
que un mito conducente a engañarse a uno mismo, y que ocultaba
el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a cualquier
precio, quedó demostrado en el juicio de Nuremberg, en el que los
acusados se traicionaron y acusaron entre sí, y aseguraron
ante la faz del mundo que ellos «siempre habían estado en contra de
lo que se hizo»,
o proclamaron, cual hizo Eichmann, que
sus superiores abusaron de las mejores virtudes que poseían. (En
Jerusalén, Eichmann acusó a «quienes ostentaban el poder» de
haber abusado de su «obediencia». «El súbdito de un buen gobierno
es un ser afortunado, el de un mal gobierno es desafortunado.
Yo no tuve suerte», afirmó.) En Nuremberg, la atmósfera era
muy distinta, y aun cuando la mayoría de los nazis seguramente
sabían que estaban irremediablemente condenados, ninguno de ellos
tuvo las agallas de defender la ideología nazi. Werner Best proclamó
en Nuremberg que había llevado a cabo un complicado juego
doble, y que gracias a él los funcionarios daneses fueron informados
de la inminente catástrofe. Sin embargo, las pruebas documentales
demostraron que fue el propio Best quien propuso a Berlín
la realización de la operación de Dinamarca, aunque según Best
esto formaba parte del doble juego. Dinamarca solicitó la
extradición
de Best, fue allí juzgado y condenado a muerte, pero el doctor
apeló con sorprendentes resultados, ya que, en méritos de «nuevas
pruebas», su sentencia fue conmutada por la de cinco años
de prisión, siendo puesto en libertad poco después. Best
seguramente
pudo demostrar a satisfacción del tribunal danés que hizo
cuanto estuvo en su mano.

Italia
era el único aliado verdadero que Alemania tenía en Europa. Era
tratada como una potencia igual, y su soberanía fue plenamente
respetada. Cabe presumir que la alianza se basaba en la gran afinidad
de intereses que unía a ambos estados, junto con la existencia
de dos nuevas formas de gobierno muy similares, si
no idénticas,
y también en el hecho indudable de que tiempo hubo en que
Mussolini había admirado grandemente a los nazis. Pero en la época
en que estalló la guerra, y en que Italia se unió a la aventura
alemana, lo dicho últimamente pertenecía ya al pasado. Los nazis
sabían
muy bien que tenían mayor afinidad con la versión del comunismo
aplicada por Stalin que con el fascismo italiano. Y, por su parte,
Mussolini no tenía excesiva confianza en Alemania ni demasiada
admiración por Hitler. Sin embargo, todo esto formaba parte
del acervo de secretos únicamente compartidos por los personajes de
mayor importancia, especialmente en Alemania, y el mundo en general
nunca comprendió las profundas y decisivas diferencias existentes
entre las formas de gobierno totalitarias, por una parte, y
el fascismo, por otra. Diferencias que en ningún caso se pusieron
tan
de relieve como en el tratamiento de la cuestión judía.

Con
anterioridad al coup
d’État
de
Badoglio, en el verano de 1943,
y a la ocupación de Roma y el norte de Italia por los alemanes,
Eichmann y sus hombres no obtuvieron permiso para actuar en
este último país. Y todavía más, este equipo pudo comprobar que
Italia actuaba de tal manera que no
solucionaba
absolutamente
nada en las zonas de Francia, Grecia y Yugoslavia por ella ocupadas,
ya que los judíos perseguidos escapaban constantemente a estas
zonas, en donde hallaban asilo temporal. En niveles mucho más
altos que aquel en que se encontraba Eichmann, el sabotaje de los
italianos a la Solución Final adquirió proporciones verdaderamente
graves, debido principalmente a la influencia que Mussolini ejercía
en otros gobiernos fascistas de Europa, es decir, en la Francia
de Pétain, la Hungría de Horthy o la Rumania de Antonescu. Si
Italia
podía salirse con la suya y dejar de asesinar a sus judíos, los
países
satélite de Alemania igual podían intentarlo. Y así vemos que Dome
Sztojai, el primer ministro húngaro que los alemanes habían
impuesto a Horthy, siempre quería saber, cuando se trataba
de adoptar medidas antisemitas, si los italianos las habían aplicado
o no. El Gruppenführer
Müller,
jefe de Eichmann, escribió una
larga carta sobre este tema al Ministerio de Asuntos Exteriores,
en la que ponía de relieve todo lo dicho anteriormente, pero el
Ministerio
de Asuntos Exteriores poco pudo hacer, debido a que siempre
se encontraba con la misma sutil y velada resistencia, con las mismas
promesas y el mismo incumplimiento de ellas. Este sabotaje
era tanto más irritante por cuanto era llevado a cabo abiertamente,
de una manera casi burlona. El propio Mussolini u otros dirigentes
de la mayor importancia eran quienes formulaban las promesas,
y cuando los generales no las cumplían, Mussolini los excusaba
diciendo que tenían «distinta formación intelectual». Tan solo
de vez en cuando tropezaban los nazis con una negativa clara y
rotunda, como ocurrió cuando el general Roatta declaró que «era
incompatible
con el honor del ejército italiano» entregar a las pertinentes,
autoridades alemanas los judíos del territorio de Yugoslavia
ocupado por los italianos.

Mucho
peor era cuando los italianos parecían dispuestos a cumplir
sus promesas. Un ejemplo de ello tuvo lugar, después de que
los aliados hubieran desembarcado en la zona francesa de África
del Norte, cuando la totalidad de Francia estaba ocupada por los
alemanes, salvo la zona sur, conquistada por los italianos, en la que
unos cincuenta mil judíos vivían tranquilamente. Entonces, a
consecuencia
de la considerable presión ejercida por Alemania, Italia
organizó una «Comisaría de Asuntos Judíos», cuya única función
era la de formar un censo de todos los judíos que se hallaban
en dicha región, y expulsarlos de las costas mediterráneas.
Veintidós
mil judíos fueron apresados y trasladados hacia el interior
de la zona ocupada por los italianos, con el resultado, según
Reitlinger,
de que «unos mil judíos, pertenecientes a la clase más pobre,
vivían en los mejores hoteles de Isére y Saboya». Entonces,
Eichmann
mandó a Alois Brunner, uno de sus hombres más «duros»,
a Niza y a Marsella, pero, cuando llegó, la policía francesa había
ya destruido las listas de judíos. En otoño de 1943, cuando Italia
declaró la guerra a Alemania, el ejército alemán pudo al fin
entrar en Niza, y Eichmann en persona se dirigió a toda prisa a la
Costa
Azul. Allí le dijeron -y él lo creyó- que muchos judíos, en un
número que oscilaba entre los diez y los quince mil, estaban ocultos
en Mónaco (este minúsculo principado tiene un total de veinticinco
mil residentes, y su territorio «cabe en Central Park», como
consignó el New
York Times Magazine),
lo cual
motivó que la
RSHA iniciara un programa de investigación. La anécdota parece
un típico chiste italiano. El caso es que los judíos habían
desaparecido; casi todos habían huido a Italia, y los pocos que
estaban escondidos
en los montes lograron pasar a Suiza o a España. Lo mismo
ocurrió cuando los italianos tuvieron que abandonar la zona
que ocupaban en Yugoslavia; los judíos salieron de allí junto con
el ejército italiano, y se refugiaron en Fiume.

Incluso
cuando Italia llevó a cabo los más serios esfuerzos para actuar
en consonancia con su poderosa amiga y aliada, no faltó un elemento
cómico. Cuando Mussolini, obligado por las presiones alemanas,
promulgó, a finales de los años treinta, medidas legislativas
antisemitas, consignó en ellas las usuales exenciones -ex
combatientes,
judíos condecorados, etcétera-, pero añadió una categoría
más, a saber, la de judíos que hubieran sido miembros del partido
fascista, así como a sus padres y abuelos, sus esposas, sus hijos
y sus nietos. No conozco las estadísticas referentes al asunto, pero
el resultado seguramente fue que la gran mayoría de los judíos
italianos quedó exenta. Difícilmente podía haber una familia judía
italiana que no tuviera por lo menos un miembro de ella en el partido
fascista, ya que las medidas legislativas fueron promulgadas
en un tiempo en que los judíos, al igual que los demás italianos,
habían
estado ingresando masivamente en el partido, debido a que los
cargos públicos únicamente podían ser ocupados por quienes
pertenecieran
a él. Por otra parte, los pocos judíos que se habían opuesto
al fascismo por principios, es decir, los socialistas y los
comunistas,
principalmente, habían abandonado el país hacía ya tiempo.
Incluso los antisemitas italianos más convencidos parecían
incapaces
de tomarse en serio la persecución de los judíos, y Roberto
Farinacci, jefe del movimiento italiano antisemita, tenía un
secretario
judío. Cierto es que lo relatado también ocurría, en cierta
medida, en la propia Alemania. Eichmann afirmó, y no hay razón
para no creerle, que incluso en las filas de las SS había judíos,
pero
el origen semita de personas como Heydrich y Milch era mantenido
en gran secreto, que solo conocían contados individuos, en tanto
que en Italia ello ocurrió abiertamente, sin secreto alguno, con
todo candor. La explicación de lo anterior se encuentra, como es
natural, en que Italia era uno de los pocos países europeos en que
todas las medidas legislativas antisemitas fueron altamente
impopulares,
ya que, en palabras de Ciano, «provocaban un problema que hasta el
momento no había existido».

La
asimilación, esta palabra de la que tanto se ha abusado, era un
hecho pura y simplemente, en Italia, por cuanto allí había una
comunidad
de judíos, que no superaba el número de cincuenta mil,
cuyo origen se encuentra en los remotos siglos del Imperio romano.
No era una doctrina, algo en lo que uno ha de creer, como ocurre
en todos los países de habla alemana, o un mito, un evidente
engaño a la propia conciencia, como ocurría notablemente en
Francia.
El fascismo italiano, dispuesto a no dejarse ganar en cuanto
a «dureza» hacía referencia, intentó, antes del inicio de la
guerra,
echar del país a los judíos extranjeros y apátridas. Sin embargo,
no tuvo gran éxito en el empeño, debido a la general renuncia,
entre
los funcionarios italianos de secundaria importancia, a adoptar
una actitud «dura», y cuando el problema llegó a ser cuestión de
vida o muerte, los italianos se negaron lisa y llanamente a
comportarse
como se les pedía, alegando que se trataba de una cuestión
que afectaba a su soberanía, y, en consecuencia, no abandonaron
a esta porción de su población judía. En vez de hacer esto,
internaron
a dichos judíos en campos de concentración, donde vivieron
sin correr peligro, hasta el momento en que los alemanes invadieron
Italia. Este comportamiento de los italianos difícilmente podrá
explicarse tan solo alegando las circunstancias objetivas -es decir,
la inexistencia del «problema judío»-, ya que dichos extranjeros
creaban, como es natural, un problema en Italia, como lo hacían en
cualquier otro Estado nacional europeo basado en la homogeneidad
étnica y cultural de su población. Lo que en Dinamarca
fue el resultado de un auténtico sentido político, de una casi
innata
comprensión de las exigencias y responsabilidades de la ciudadanía
y de la independencia -«para los daneses ...
la
cuestión judía
era una cuestión política, no de humanidad» (Leni Yahil)-, para
los italianos era el resultado del general y casi automático sentido
humanitario de un pueblo antiguo y civilizado.

Además,
el sentido humanitario italiano fue sometido a la prueba
del terror que se cernió sobre el pueblo de Italia, en el curso
del último año y medio de guerra. En diciembre de 1943, el
Ministerio
de Asuntos Exteriores alemán dirigió una formal petición de
ayuda al jefe de Eichmann, es decir, a Müller: «En vista del escaso
celo mostrado por los funcionarios italianos en la ejecución de las
medidas antisemitas recomendadas por el Duce, el Ministerio de
Asuntos Exteriores considera urgente y necesario que dicha ejecución
sea
supervisada por funcionarios alemanes». Entonces, los
más famosos asesinos destinados en Polonia, como Odilo Globocnik,
de los campos de exterminio de la zona de Lublin, fueron enviados
a Italia. Incluso el jefe de la administración militar no era un
oficial del ejército, sino el ex gobernador de Galitzia, el
Gruppenführer
Otto
Wächter. Esto terminó con los chistes italianos. La oficina de
Eichmann emitió una circular ordenando a sus sucursales
que «los judíos de nacionalidad italiana» fueran inmediatamente
objeto de las «medidas necesarias», y el primer golpe lo dirigieron
contra ocho mil judíos de Roma, que fueron detenidos por unidades
de la policía alemana, debido a que la policía italiana no
era digna de confianza. Se les avisó con tiempo, y quienes les
avisaron
fueron, en muchos casos, antiguos miembros del partido fascista.
Escaparon unos siete mil judíos. Los alemanes, siguiendo el
comportamiento que, como hemos visto, era habitual en ellos en todos
los casos en que tropezaban con resistencia a sus intentos, cedieron
ante los italianos, y se mostraron de acuerdo en que todos los
judíos italianos, incluso aquellos que no pertenecieran a las
categorías
exentas de las medidas antisemitas, no fueran objeto de deportación,
sino que simplemente quedaran confinados en campos
de concentración italianos. Esta «solución» fue considerada
suficientemente
«final», en cuanto a Italia hacía referencia. En el norte
de Italia fueron detenidos, aproximadamente, treinta y cinco mil
judíos, que fueron confinados en campos de concentración situados
en las cercanías de la frontera austríaca. En la primavera de 1944,
cuando el Ejército Rojo había ocupado ya Rumanía, y cuando
los aliados se disponían a entrar en Roma, los alemanes quebrantaron
sus promesas, y comenzaron a expedir judíos de Italia a Auschwitz,
adonde mandaron unos siete mil quinientos, de los que tan
solo sobrevivieron unos seiscientos. Sin embargo, esta suma
representa
mucho menos del diez por ciento de los judíos que vivían en
Italia.

Hannah Arendt

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