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Un reportaje del pro-gubernamental diario El País no consigue esconder la realidad de la invasión

Los medios de comunicación “convencionales” empiezan a reconocer que la guerra de Afganistán es una masacre sin sentido

Los medios de comunicación “convencionales” empiezan a reconocer que la guerra de Afganistán es una masacre sin sentido

Afganistán se hunde en el caos

El elevado número de víctimas civiles de las fuerzas internacionalesy la falta de desarrollo del país dificultan la lucha contra los talibanes.

ÁNGELES ESPINOSA (ENVIADA ESPECIAL) - Kabul

Tal vez nunca descubramos qué sucedió en Azizabad en la madrugada del pasado 22 de agosto. Sin embargo, el bombardeo de esa aldea de la provincia de Herat lleva camino de convertirse en el punto de inflexión en las relaciones entre el Gobierno de Afganistán y la comunidad internacional. Ese día, una patrulla conjunta de fuerzas estadounidenses y afganas seguía la pista de un presunto colaborador de Al Qaeda. Antes del amanecer llegaron a Azizabad. Los militares insisten en que les dispararon primero y afirman que, además de una treintena de talibanes, murieron entre cinco y siete civiles; pero las autoridades afganas afirman que el ataque fue un error y que dejó 96 civiles muertos, incluidos 60 niños y 15 mujeres. La ONU respalda la versión de las autoridades afganas.

Fue la gota que colmó el vaso. Después de meses de quejas por el elevado número de víctimas civiles que causan las tropas extranjeras en su lucha contra el terrorismo, el Gobierno de Hamid Karzai anunció una revisión de los acuerdos por los que esas fuerzas operan en Afganistán. «La presencia de la comunidad internacional en Afganistán debiera regularse sobre la base de tratados bilaterales», según el comunicado del Consejo de Ministros afgano. También pide que se establezcan límites a las fuerzas militares y «cesen de inmediato los ataques aéreos sobre objetivos civiles, los registros unilaterales de viviendas y las detenciones ilegales».

En julio, otro bombardeo estadounidense alcanzó una boda y causó 47 muertos, entre ellos la novia. No era la primera vez que las bombas interrumpían un casorio. Tras el mentís inicial, los militares pidieron disculpas. Pero el incidente de Azizabad, si se confirmaran las 96 muertes de civiles, sería el más grave desde el derrocamiento del régimen talibán en 2001.

«Tenemos que llegar al fondo del asunto», manifiesta el representante del secretario general de la ONU para Afganistán, Kai Eide. «No sobre cuántos muertos se produjeron, sino sobre cómo pudo ocurrir algo así y qué hacemos ahora», advierte este curtido diplomático noruego, que ordenó de inmediato su propia investigación. La rapidez y firmeza del informe, que básicamente corrobora la versión del Gobierno afgano al hablar de «pruebas creíbles» de la muerte de hasta 90 civiles, ha sacudido a las cancillerías de los países occidentales en Kabul.
«Ha sido una apuesta arriesgada de Eide», comenta un embajador europeo. «Si se confirma, nos va a obligar a replantearnos una estrategia para la que ni tenemos suficientes soldados, ni estamos dispuestos a sufrir bajas; pero si no es así, su credibilidad va a resentirse», añade la fuente. Eide asume el riesgo. «Si no hubiera actuado con celeridad ante un incidente de ese calibre, hubiera sido criticado. Creo que fue la decisión adecuada», argumenta, sin ocultar que se encuentra bajo la presión tanto de Karzai como de Estados Unidos.

«Cuando mueren civiles inocentes, la gente pregunta al Gobierno por qué, y necesitamos hacer la misma pregunta a nuestros amigos», señala el ministro sin cartera Hedayat Amin Arsala. «No sólo nos crea tensiones con la comunidad internacional, también con nuestra opinión pública; además, hace la lucha contra el terrorismo mucho más difícil porque da argumentos a los elementos contra los que estamos luchando». Por eso defiende la necesidad de «alcanzar un arreglo que permita luchar contra el terrorismo y la insurgencia, minimizando las bajas civiles».

«El presidente Karzai tiene todo el derecho a mejores acuerdos y cuenta con mi pleno apoyo», reconoce el representante de la ONU tras recordar que, pese a la debilidad comparativa de Afganistán frente al peso de la comunidad internacional, «estamos hablando de un Estado soberano». Entrar en ese debate es abrir la caja de Pandora de la inmunidad de las tropas extranjeras y del destino de los presos que Estados Unidos mantiene en el limbo legal en Bagram, asuntos ambos que Washington, el principal valedor del presidente afgano, preferiría no tocar.

Sin duda, el órdago de Karzai tiene mucho que ver con las elecciones del año que viene. El apoyo de los afganos a la presencia de las fuerzas internacionales se está erosionando por los ataques a los civiles, además de por la infiltración y propaganda de los insurgentes. Cada noche, desde el incidente de Azizabad, la televisión nacional ha estado recogiendo testimonios de antiamericanismo. A la vez, está surgiendo un consenso internacional sobre la conveniencia de introducir más coordinación y transparencia en la forma en que operan esas fuerzas.
«Éste y otros casos anteriores muestran que debemos ir en esa dirección», admite Eide, convencido de que «algunos de ellos se hubieran podido evitar con mayor coordinación y transparencia entre fuerzas militares o grupos de seguridad». Sabe de lo que habla porque ha sido durante seis años embajador de su país ante la OTAN. «Hay tantas fuerzas sobre el terreno... y con lo delicado de muchas de esas operaciones, aún me sorprende que operemos sin el nivel de coordinación que necesitaríamos. Es sorprendente y tiene que solucionarse», confía, poniendo especial énfasis en la última palabra que pronuncia sílaba a sílaba.

En Afganistán se desarrollan dos operaciones militares simultáneas e independientes una de la otra, aunque a veces difíciles de diferenciar. Por un lado, la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (más conocida por sus siglas en inglés, ISAF), establecida en los Acuerdos de Bonn de diciembre de 2001 y al amparo de varias resoluciones de la ONU, ha ido extendiendo su área de operaciones por todo el país a partir de Kabul. Desde 2003 se encuentra bajo mando de la OTAN, aunque cuenta con tropas de 40 países, incluido EE UU. Por otro lado, la Operación Libertad Duradera, que Estados Unidos inició en octubre de 2001 contra Al Qaeda y sus protectores talibanes, ha continuado sobre el terreno en colaboración con las fuerzas de seguridad afganas y la participación simbólica de otros países. Es esta última, por su naturaleza de combate, la que más víctimas civiles causa y la que más bajas sufre.
Se habla de la necesidad de unificar el mando de ambas operaciones, pero varios países se muestran renuentes. «Es verdad que ISAF es una locura de mandos y salvedades, pero Libertad Duradera no lo es menos; junto a la operación antiterrorista propiamente dicha, intervienen la CIA y los grupos de Operaciones Especiales que actúan por su cuenta», se justifica el embajador europeo antes citado. «Además, ¿quién se haría cargo de Bagram?».

«Para los afganos no hay diferencia entre ISAF y Libertad Duradera», constata el príncipe Mustafa. «Todos los soldados llevan uniforme y parecen europeos, así que cuando ocurren errores, se les culpa en conjunto». Al nieto del fallecido rey Zaher, que en los últimos meses ha saltado a la arena política, lo ocurrido le parece intolerable.
La crisis ha sacado a la luz las crecientes diferencias del Gobierno afgano con sus aliados occidentales. Tanto por lo que percibe como una falta de objetivos políticos de éstos, como por el desencanto de su propia opinión pública. «La comunidad internacional se ha centrado en la intervención militar y en el Gobierno, en vez de en la sociedad civil, lo que contribuye a que la brecha entre los afganos y sus gobernantes aumente día a día», analiza Aziz Rafiee, director del Foro para la Sociedad Civil Afgana.

Algunas voces incluso van más allá y piden abiertamente la retirada de las tropas. «Los soldados extranjeros son víctimas de las políticas erróneas de sus países. Deben irse de Afganistán», manifiesta la diputada Joya Malalai, indiferente a quienes temen que esto desemboque en una guerra civil. «La situación actual no puede ser peor. La comunidad internacional no nos ha traído ni seguridad ni libertad», sostiene. La opinión de Malalai -una mujer expulsada del Parlamento por insultar a sus colegas- resulta aún minoritaria, pero está creciendo, en especial en las zonas rurales del sur del país en donde apenas se han beneficiado de los cambios.

«Tal vez cometimos algunos errores desde el principio», admite el ministro Arsala. «La decisión [estadounidense] de anteponer la lucha contra el terrorismo al desarrollo del país sentó las bases para la situación que vivimos hoy». En su opinión, «el énfasis debería haber sido al contrario: Afganistán, primero». El ministro se muestra convencido de que si el Estado hubiera sido más fuerte, los talibanes no hubieran emergido otra vez o se habrían convertido en un problema menor. «No están ganando. Sólo nos están haciendo las cosas más difíciles», concluye.

En cualquier caso, hay unanimidad en la urgencia de un cambio de rumbo. Shah Masoud, el conocido librero de Kabul, lo expresa de una forma muy gráfica. «Cuando un ordenador se queda colgado, hay que desconectarlo y reiniciarlo de nuevo. Del mismo modo, la comunidad internacional en Afganistán tiene que volver a empezar sobre nuevas bases, porque las actuales han fallado».

«¡Muerte a los americanos!»

«¡Muerte a los americanos! ¡Muerte a Karzai!», coreaban el pasado lunes centenares de afganos enardecidos mientras cortaban la carretera de Jalalabad a la altura de Hud Kheil, un barrio del este de Kabul. Era el primer día de Ramadán y los manifestantes, en su mayoría jóvenes con aspecto de desocupados, reaccionaban ante la exhibición de los cadáveres de un hombre y sus dos hijos de corta edad, que según los vecinos habían resultado muertos esa madrugada durante el registro de su vivienda. La madre, herida grave, habría muerto en el hospital.

Poco importaba que tanto el cuartel general de la OTAN como el portavoz de las fuerzas estadounidenses en Afganistán hubieran negado su implicación en el asunto. La sensibilidad hacia los daños colaterales, como los militares llaman eufemísticamente a las bajas civiles, está a flor de piel en Afganistán. Y con motivo. En los primeros siete meses de 2008 ha habido 1.115 muertos civiles, según datos recopilados por la ONU. Eso representa un 24% más que los 902 registrados durante el mismo período del año anterior. Julio ha sido un mes particularmente sangriento, con 326 fallecidos en diferentes incidentes de seguridad, la cifra más elevada desde el derrocamiento del régimen talibán.

«Tenemos una preocupación creciente ante el aumento de las víctimas civiles», admite Kai Eide, el representante del secretario general de la ONU en Afganistán. Ahora bien, en lo que va de año, «la insurgencia ha sido responsable de muchas más víctimas que los militares».

Los datos están ahí y su oficina de derechos humanos muestra estadísticas en las que puede verse que los «elementos antigubernamentales» han causado un 61% del total de muertes de civiles entre enero y junio. La mayoría (482), fruto de atentados suicidas y bombas de carretera, pero también 108 atribuidas a ejecuciones sumarias, que rara vez provocan manifestaciones de rechazo.

Las organizaciones de derechos humanos y los periodistas rara vez pueden verificar los datos sobre el terreno debido a las dificultades para desplazarse.

Alternativa Antimilitarista - Moc
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