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Carlos Taibo polemiza con Miguel Herrero de Miñón en torno a los conflictos en los Balcanes

Espejismos yugoslavos

Espejismos yugoslavos

TRIBUNA: CARLOS TAIBO
Espejismos yugoslavos

CARLOS TAIBO 05/02/2007

La desintegración de Yugoslavia ha levantado muchas polémicas. Si algunas nacen de percepciones dispares sobre cuestiones decisivas -así, el principio de autodeterminación-, otras remiten a discrepancias en lo que se refiere a la identificación de los hechos. A todo lo anterior se han sumado, entre nosotros, las disputas generadas por la inevitable inserción de los avatares yugoslavos en algunos debates celtibéricos.

Algunas de esas controversias encuentran sugerente expresión en el artículo que publicó el 31 de enero, en EL PAÍS, Miguel Herrero de Miñón [1]. Vaya por delante que los argumentos en él vertidos se ajustan poco, afortunadamente, al canon de las opiniones manifestadas durante años por estos pagos. Ello es especialmente cierto en lo que atañe a tan espinosa cuestión como es la desintegración de Estados. El criterio que Herrero maneja al respecto nace de una intuición fundamental: la de que la historia es, al cabo, el patrón para dirimir estas cosas, de tal suerte que no faltan países -así, Croacia- que, investidos por el peso de aquélla, disfrutarían de suyo de un derecho inalienable a buscar un camino independiente. Esta respetable asunción plantea, claro, sus problemas: si, por un lado, la historia está llena de trampas, por el otro parece que se nos invita a desentendernos de lo que piensan los seres humanos vivos.

Importa sobremanera subrayar que, en su reconocimiento de nuevos Estados, los gobiernos occidentales no sólo han rehuido por igual los criterios historicista y presentista: han aceptado sin más la independencia de las repúblicas que, en las constituciones de la URSS, de Checoslovaquia y de Yugoslavia, disfrutaban formalmente del derecho de libre determinación. Al operar así, han esquivado los tres caminos que, según otras tantas percepciones, aconsejan acatar el principio correspondiente: el que invoca la condición de los pueblos colonizados, el que se reclama de violaciones masivas y prolongadas de derechos básicos, y el que apela a la bondad democrática de Estados deseosos de dar salida al presunto descontento de una parte de su población. El criterio aplicado -tendría su primera excepción de reconocerse un principio de autodeterminación en Kosovo, país no ungido, en Yugoslavia, por semejante derecho- suscita, de cualquier modo, sus quejas. Si, y vayamos al ejemplo de la URSS, el cimiento de la norma que nos interesa lo configuró la certificación, baladí, de que era un Estado artificial producto del capricho autoritario de sus gobernantes -¿y cuál no?-, habría que preguntarse por qué unas concreciones de ese capricho, las repúblicas federadas, se vieron premiadas con la independencia, en tanto otras, las unidades de rango inferior, fueron privadas de todo derecho al respecto.

Si ésa es una cara de la cuestión, la otra, de mayor calado, subraya el relieve de las actitudes y de las formas. Y es que, y para empezar, el respetabilísimo derecho de Croacia a convertirse en un Estado independiente se vio lastrado por el aberrante nacionalismo que alentó, desde 1990, el presidente Tudjman, digno émulo de lo que postulaba Milosevic en Serbia al calor de un desvergonzado dinamitado del Estado federal. Qué no decir de Bosnia, cuya independencia más le debió al agresivo juego de Serbia y de Croacia que a un impulso propio: hay que preguntarse si, en tal escenario, existía otra posibilidad, como hay que recordar que el gobierno local mantuvo una apuesta multiétnica que atrajo a muchos serbios y croatas. Más allá de ello, lo ocurrido en Bosnia antes de la guerra en modo alguno justificaba una agresión militar. Herrero, que olvida estas menudencias, se deja llevar -creo- por una percepción harto común en el nacionalismo serbio contemporáneo: la de que Bosnia, Macedonia y Montenegro no eran sino invenciones de Tito, a diferencia de lo que ocurría con Eslovenia y Croacia, cuyo derecho de secesión no se cuestionaba, aun cuando se disputase sobre el destino de las minorías serbias que acogían. Si no es menester reconocer, en fin, una Bosnia, una Macedonia y un Montenegro independientes, ¿de quién deben depender estas últimas?

Nada cuesta darle la razón a Herrero, en cambio, en lo que hace al papel de los agentes externos y sus mezquinos intereses. No hay argumento mayor que oponer, por ejemplo, a la afirmación de que la OTAN actuó al margen de la legalidad internacional, como no hay ningún motivo para sucumbir a la superstición de que intervino en Kosovo para restaurar derechos. Que el tribunal de La Haya no abriese investigaciones al respecto es uno más de los baldones que tiene que arrastrar. Bien es verdad que las conclusiones pueden no ser las mismas que extrae Herrero. Me limitaré a dejar constancia de que, pese a las apariencias, las acciones foráneas vinieron a legitimar en Bosnia los resultados de la guerra. Y agregaré que el hecho de que esas acciones respondiesen a espurios objetivos no es óbice para que las milicias serbias estuviesen cometiendo, en Bosnia como en Kosovo, tropelías sin cuento.

Viene al caso la última observación por cuanto, claro, en el artículo de Herrero nada se dice de lo ocurrido en Kosovo una vez que, en 1989, Milosevic abolió la condición de provincia autónoma y procedió a instaurar una ley marcial y un régimen de apartheid. Tampoco se habla del movimiento de desobediencia civil albanokovosar, que obliga a reclamar algo de prudencia en quienes no ven sino desafueros en las sociedades albanesas. Los indisputables conocimientos de historia le fallan, en fin, a mi admirado Herrero cuando apunta que la mayoría albanesa en la población kosovar es cosa de anteayer. El censo de 1921, nada sospechoso de albanofilia, identificaba ya un 64% de albaneses en el país.

Llego al final, a lo que hoy remueve tantas cenizas: la posibilidad de que Kosovo asuma el camino de la independencia. Lo hago tirando piedras sobre mi tejado, que es el de alguien que defiende sin dobleces el derecho de autodeterminación, pero al que, de nuevo, preocupan actitudes y formas. En lo que hace a las primeras, nada de lo ocurrido en Kosovo en los últimos años ha conducido al reencuentro de las muchas personas sensatas que hay en ese atribulado país y en Serbia. Por si poco fuera, y voy a las segundas, ninguno de los objetivos del protectorado internacional ha sido colmado en un escenario marcado por la lacerante violación de los derechos de la minoría serbia -tiene toda la razón Herrero-, por el asentamiento de un capitalismo mafioso y por la liviandad de las prácticas democráticas. De resultas, el respetabilísimo e irrenunciable designio de alentar la libre expresión de las gentes bien puede esperar. Que esta modesta recomendación no mueva el carro, eso sí, de quienes piensan que la integridad de los Estados es principio sacrosanto y de quienes olvidan que las normas por éstos estatuidas obedecen, siempre, a los intereses más prosaicos.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.


[1Yugoslavia o el error especular

MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN
EL PAÍS - Opinión - 31-01-2007

Yugoslavia, tras de su desaparición, continúa siendo un paradigma. El paradigma de los errores especulares, cada uno de los cuales reproduce, deformado, el anterior y es deformado y reproducido por el siguiente. Como en un local de feria, pero jugando no con imágenes, sino con pueblos, vidas y haciendas y teniendo como espectador a la historia universal. Frontera de tres mundos -romano, bizantino e islámico-, mosaico de lenguas, semillero de identidades nacionales, las grandes potencias y quienes aspiraban a serlo han utilizado tan explosivos materiales para proyectar su poder cuando no -lo que por menos racional es aún más peligroso- para satisfacer sus pasiones.

La historia de Yugoslavia es sobradamente conocida, desde su creación en 1919 hasta su última disolución, con la independencia de Montenegro, el pasado año. Pero lo que caracteriza tan atormentada peripecia es el encadenamiento por acción y reacción de graves errores políticos. Así, el sueño sudeslavo, cuya matriz ilírica parece fue acuñada en la bella Ragusa, tuvo en los Habsburgo sus primeros mentores. Y ello por dos razones: como monarcas de Croacia, la parte más próspera y culta del área por ser la primera liberada del dominio turco y porque el eslavismo del Reino unitrino de Croacia-Dalmacia-Eslavonia (a no confundir con Eslovenia) permitía contrapesar, desde el sur, al siempre indómito Reino de Hungría. Pero cuando se vieron claras las reticencias austriacas a la gran Croacia, la llama del sudeslavismo pasó a un pueblo vigoroso, recientemente independizado del Imperio Otomano, aunque de vieja estirpe y con profundos lazos afectivos con Rusia: Serbia. Este primer error austriaco, iniciado en la época de Metternich, consistente en mirar a los Balcanes, enfrentarse por ello con Turquía y Rusia, y, a la vez, no ser capaz de capitalizar las reivindicaciones de sus pueblos, culminó con la anexión de Bosnia en 1908 y, más todavía, en 1911. En esas fechas -¡tres años antes de que el enfrentamiento austro-serbio produjera la I Guerra Mundial!- Serbia propuso su ingreso en el Imperio Austro-Húngaro y la propuesta fue rechazada porque hubiera aumentado el peso eslavo, frente a alemanes y magiares, transformando la Monarquía de doble en cuádruple y, probablemente, salvándola.

El error costó caro. En vez de integrar al adversario se optó por radicalizar el enfrentamiento que provocó el conflicto con Rusia primero, con el mundo después y se saldó con la derrota y desmembramiento de Austria-Hungría. Llegó entonces el turno de los errores serbios con la creación de un gran Estado de los eslavos del Sur o Yugoslavia, progresivamente centralizado y concebido como la gran Serbia. No faltaron voces sensatas, precisamente las de los jefes militares que habían operado en el norte contra las tropas austriacas y conocían la irreductibilidad de la nación croata a la pauta de Belgrado, que recomendaran prudencia y una moderada extensión por el sur de la costa croata y las zonas serbias de Bosnia-Herzegovina. Pero la Corte quiso emular la misión unificadora de los Saboyas en Italia y absorbió en el nuevo Estado a croatas y eslovenos. Una Serbia, tan heroica como imprudente, pagó con creces en la II Guerra Mundial el enfrentamiento con los germanos y el sometimiento de los croatas. La restauración de Yugoslavia tras la paz tampoco atenuó los conflictos nacionales, Serbia vio progresivamente erosionada su hegemonía en la Federación y cuando Milosevic pretendió restablecerla brutalmente, Yugoslavia estalló. Pero el precio de la insensata hiperextensión de 1919 iba todavía a ser más alto por la torpeza de las terceras potencias.

Primero, desde Europa Occidental y los Estados Unidos, se intentó apoyar la unidad de la inviable Yugoslavia. La tradicional amistad franco-serbia, los prejuicios heredados de Seton Watson y de alguien más, entre los anglosajones, y el eco de la colaboración con la heroica resistencia serbia frente a los nazis influyeron, sin duda, en la inicial miopía de Londres, Washington y París, como los recuerdos de dos guerras mundiales -y, su consecuencia, la gran emigración croata en Alemania-, pesaron en su unilateral apoyo a Croacia. Y todo ello encrespó las tensiones y prolongó el primer conflicto armado entre Belgrado y Zagreb, hasta llegar a la inevitable y deseable independencia de naciones que nunca debieron ser confundidas.

Segundo, lo que en medios ycírculos influyentes y políticamente correctos había sido fobia anticroata y fervor yugoslavo se transformó, como por arte de magia, en fobia antiserbia. Quienes habían denostado la independencia de un país milenario como Croacia tachándolo de cantonalismo, se empecinaron en la independencia de Bosnia, primero, luego de Macedonia y de Montenegro. Los anti-identitarios, en lo que a las naciones históricas se refiere, se hicieron sus apasionados defensores en Bosnia y, en un alarde de sensatez, propugnaron para dicho territorio, dos tercios de cuyos habitantes prefieren ser croatas y serbios, una Constitución morehelvético (sic) según Cyrus Vance. En las conexiones de la nueva república con sectores fundamentalistas del Islam, desde Turquía a Pakistán, no se reparó demasiado. ¡Para escandalizarse primero y bombardear después siempre habrá tiempo! Los errores intelectuales generan errores morales y, por ello, la necedad se transformó en sangre y fuego. Las guerras de Occidente contra Serbia, por Bosnia primero, por Kosovo después, contrarias a todo derecho nacional e internacional, que a punto estuvieron de provocar un conflicto con Rusia y que preludiaron el ataque a Irak, de tan brillantes consecuencias para todos. El entonces llamado Nuevo Concepto Estratégico, publicado a la luz de los bombardeos sobre Belgrado, anticipaba lo que después se ha hecho en Bagdad. Quienes hoy se escandalizan de ello debieran recordar su entusiasmo a la hora de agredir a Serbia violando la Carta de las Naciones Unidas y las normas vigentes del derecho de guerra, so capa de defender los derechos de las minorías. Si el coste económico de aquel esfuerzo militar y de las destrucciones causadas se hubiera empleado en una reagrupación étnica, pacífica y financiada, los bosnios nadarían hoy en la opulencia.

Tercero. ¿Y todo para qué? Kosovo es el corazón histórico de Serbia -algo así como Asturias y Ripoll juntos en España- en donde la inmigración de las últimas décadas, provocada por la mejor situación del país en comparación con Albania, ha dado lugar a una mayoría demográfica albanesa cuya convivencia con los serbios autóctonos resultaba, sin duda, conflictiva. La intervención euro-americana segregó de facto Kosovo de Serbia, aunque con el compromiso de respetar la soberanía de ésta, dio el poder a los albaneses y toleró una persecución de estos contra la minoría serbia, que es pura limpieza étnica con persecución de personas y destrucción de sus bienes económicos y culturales. ¡Una nueva versión de la defensa de los derechos humanos que motivó la intervención armada!

Ahora se está en trance de cometer un error más. Al margen de todo derecho, con violación de los compromisos adquiridos, independizar un Kosovo, financiado por la Unión Europea, que recogerá y agravará las conocidas virtudes del Estado y la sociedad albanesa, eso sí, bajo el amparo de una poderosa base militar. El primer resultado ha sido provocar la reacción ultranacionalista del electorado serbio. Europa pagará, a más de los costes financieros de la operación, las consecuencias de tales focos de desequilibrio, y el juego de los espejos, que reproducen los mismos errores, cada vez más distorsionados, continuará para convertirlos en horrores.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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