Se me pide una reflexión sobre recientes y trágicos sucesos ocurridos en Afganistán, y quisiera que fuera respetuosa y ponderada como lo fue la actitud del pueblo lucense de Friol, que en entrañable silencio supo acompañar a la soldado Idoia Rodríguez Buján a su última morada. Pero veo a mi alrededor crispación, desinformación, cuando no juicios desorientados. Menos mal que también hay voces sensatas.
Leo, el mismo día en que nos llega la desgarradora noticia del atentado de Herat, una preocupante encuesta del CIS: «Esté quien esté en el poder, siempre busca sus intereses personales», opina un 68,9% de los encuestados; un 70% de ellos creen que «la clase política no se preocupa de lo que piensan los ciudadanos»; la desconfianza (32,6%), la indiferencia (18,2%), el aburrimiento (16,5%) e incluso la irritación (8,5%) llenan el espectro sociológico de nuestro ser.
¿Cómo se puede ser ponderado? ¿Cómo se puede hablar de los valores que defendía Idoia desde el día en que juró bandera y que otro día la llevaron a miles de kilómetros de su villa natal? ¿No deberíamos reflexionar todos, en lugar de lanzarnos dardos incendiarios? ¿Es que me he equivocado de año o del país en que hizo la encuesta el CIS?
Lo declaraba recientemente el secretario general de la OTAN, el holandés Jaap de Hoop Scheffer: «El mayor riesgo para nuestros soldados en Afganistán no es la alta tecnología, sino las bombas en la carretera y los terroristas suicidas». Y, tras insistir que cumplía una misión de la ONU («repito este mensaje constantemente») hablaba de los valores permanentes defendidos por la Alianza y de los frutos alcanzados en la reconstrucción de Afganistán: regreso al país de cuatro millones de refugiados, seis millones de niños escolarizándose —el 30%, niñas—, recuperación de la electricidad, reconstrucción de carreteras, las afganas pueden vestir como quieren, tres ministras...
De Hoop hablaba de la necesidad de trabajar unidos. Días después, en Sevilla, seis países de la Alianza —España, Francia, Italia, Alemania, Turquía y Holanda— se resistían a ampliar su compromiso. La posición de Italia crearía incluso una fuerte crisis política que condujo a un cambio de Gobierno.
LEJOS DE LA vieja Europa, Idoia venía de proteger a unos equipos, precisamente italianos, instructores del reconstruido Ejército nacional afgano. Y lo hacía junto a un oficial ATS —el alférez César Muñoz— y al cabo Jorge Laiño del Río, en el más humanitario de los vehículos, una ambulancia, cuando encontró la muerte.
Nuestros soldados forman parte de una coalición de 37 países, de los que 26 pertenecen a la Alianza Atlántica. Son 50.000 militares que, en cumplimiento de la resolución 1386 del Consejo de Seguridad, están allí para impedir que el país —que sale de las tinieblas de la Edad Media, como dijo el primer mando español que llegó a Kabul en 2003, el coronel Jaime Coll— vuelva a caer en manos de los talibanes, los que volaban Budas, los que obligaban a las mujeres a ir encerradas en burkas, los que habían convertido Afganistán en un presidio fanático-religioso, los que nos exportaban no solo adormidera, sino terrorismo.
Hoy, tras la tragedia, reavivamos viejos fantasmas: salen rancio antiamericanismo junto a pacifismos de primer año de facultad. Se disiente sobre el concepto guerra, cuando los viejos cánones del Derecho Internacional, declaración formal, Convenios de Ginebra, trato de prisioneros y heridos, etcétera, han sido no solo sobrepasados, sino explícitamente insultados por los nuevos señores.
Y nosotros seguimos empeñados en aplicar normas de juego limpio y en creer que ellos las perciben, cuando lo que realmente hacen es aprovecharse de ellas. Mientras, nuestros soldados respetan estrictas reglas de enfrentamiento, sufren agresiones y bajas sin hacer uso de toda su potencia de combate, y trabajan bajo la presión que supone sentirse observados permanentemente en el cumplimiento de unas misiones rigurosamente regladas por organismos internacionales.
EL ENEMIGO,al que llamamos asimétrico, se presenta, en cambio, difuso, intangible, fanatizado hasta el extremo de sacrificar su vida; insensible al daño que puede causar a inocentes, pero sensible a causar el mayor daño que pueda exponer en unas imágenes o en un comunicado televisado. Y se diluye entre la población civil para luego denunciar daños colaterales si se le ataca. Y todo lo aplica sin importarle el tiempo que haya de emplear para lograr sus fines, cuando nosotros somos esclavos de los presupuestos anuales, de los periodos autorizados por los Parlamentos, de los tempos electorales. Ellos sí los conocen a priori, y actúan en consecuencia.
Se discuten los medios utilizados. Se emplea lo mejor que se tiene y en manos de personas altamente cualificadas. Pero la seguridad total es imposible. ¿Lo es en nuestras carreteras? ¿En nuestras vidas diarias?
¿No sería mejor que estas discusiones se canalizasen durante los periodos de confección y aprobación de presupuestos? ¿O cuando se impone políticamente a las Fuerzas Armadas un modelo de helicóptero o un todoterreno que no cumple los requerimientos operativos señalados por ellas tras exhaustivos estudios? ¿Por qué creen que Defensa se involucra en políticas inmobiliarias que corresponden a otros ministerios? ¿Creen que si tuviesen un presupuesto normal sería necesario vender cuarteles desafectados? ¿Saben en qué posición están en gastos de defensa en comparación a países de nuestro entorno?
Se disiente sobre números de componentes de los contingentes, de los kilómetros cuadrados que corresponden a cada soldado, pero no se aportan, en sedes parlamentarias, criterios que no encorseten, que permitan a los mandos adaptarse a la misión. Díganme qué se quiere hacer; dejen el cómo hacerlo. Lo decía recientemente en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (Ceseden) el teniente general Álvarez del Manzano, un hombre bregado con amplísima experiencia en este tipo de misiones: «La entidad y calidad de los efectivos se deben adaptar a la misión, a los continuos cambios de las situaciones y a los objetivos que se persiguen».
Se discute el tipo de condecoraciones, cuando con el rodaje que llevamos desde 1989 (Angola, Namibia, Centroamérica, Mozambique, Balcanes, Irak, Congo, Líbano, etcétera), todo debería estar más que superado. Y no es nueva, esta discusión. Hay acontecimientos demasiado cercanos que invitan a la reflexión y a la prudencia, antes que a la descalificación. Menos mal que no se discuten ya los periodos de permanencia, buscando un equilibrio entre la operatividad y el cansancio psicológico. En 1993, una agrupación en Bosnia, la Alcalá, formada por paracaidistas, estuvo nueve meses sin ser relevada. Sí, nueve meses en tiempo de tensión.
En Madrid —galgos o podencos— se seguía discutiendo también si aquello era o no una guerra, sobre si se relevaba o reforzaba, sobre repliegue, retirada o permanencia. Al general que mandaba la agrupación, Carvajal, la ciudad de Mostar le nombró hijo adoptivo. Prácticamente solo la irrepetible sensibilidad de Mingote recogió la noticia en una viñeta.
YO QUISIERAver en estos momentos a mi sociedad, a nuestra clase política, como vi al pueblo de Friol, despidiendo a Idoia con respetuoso silencio. Yo quisiera que mi sociedad sintiera a las Fuerzas Armadas como un trozo vivo de ella, formadas por personas que asumen voluntariamente riesgos y sacrificios y que saben, además, que no tienen la exclusiva de esto, pero que sí lo asumen con un sentido ético. Por eso no les cuesta defender valores en tierras lejanas. Pero, insisto, no somos los únicos. Parte de nuestra sociedad es solidaria, sacrificada y con ellos trabajan día a día en los mismos sitios, prácticamente, en que servimos.
Yo quisiera una Europa con una política exterior y de seguridad común y fuerte, que en lugar de criticar y dividirse, constituyese un necesario contrapeso a la política norteamericana. En el momento en el que la crisis de Irak estaba en su punto más álgido, cuatro países europeos estaban sentados en el Consejo de Seguridad de la ONU: dos permanentes, Inglaterra y Francia, y otros no permanentes, España y Alemania. Ya saben por dónde dirigían los tiros cada uno. Si en lugar de dos posiciones, Europa hubiese ofrecido lealmente unidad, su prestigio y su peso específico, quizá hoy los norteamericanos no recordarían Vietnam y los iraquís no vivirían la tragedia diaria de los coches bomba que consumen su propia esencia patria.
Yo quisiera, por último, que la muerte de la joven soldado gallega nos uniese en el sentimiento de compartir el dolor con su familia y con sus compañeros de armas, nos llevara a reflexionar sobre nosotros mismos, a olvidar nuestras diferencias de criterio y a sentirnos todos partícipes de los sentimientos y valores que desde su ambulancia defendía valientemente Idoia.
Luis Alejandre, General