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La desobediencia por publicidad (Peter Singer)

La desobediencia por publicidad (Peter Singer)

El ejemplo de un acto de desobediencia que analicé en relación con los modelos simplificados era un acto destinado a impedir, físicamente, que la decisión de la asociación se Ilevara a la práctica. Al analizar este ejemplo lo he hecho como si la desobediencia fuese siempre así, siempre un intento de forzar la alteración de una decisión o de imposibilitar que ésta se haga efectiva. Ahora, debo reconocer que la desobediencia puede asumir otras formas. El resto de esta parte del libro estará dedicado a formas de desobediencia que no implican coerción. Mi objetivo será establecer la importancia que tiene, en cuanto a las razones democráticas para la obediencia, la forma que asume la desobediencia.

Empezaré por citar un artículo escrito por Bertrand Russell en apoyo de la campaña de desobediencia civil organizada por el «Comité de los 1000 contra la política nuclear británica. La cita será extensa porque Russell plantea una defensa de la desobediencia muy claramente expresada, en un país al que generalmente se considera democrático. Las defensas más recientes de la desobediencia no siempre se han basado en un razonamiento tan cuidadoso.

Quienes estudian las armas nucleares y el probable desarrollo de una guerra nuclear se dividen en dos clases. Por una parte, está la gente que trabaja al servicio de los gobiernos, y por otra las personas sin cargos oficiales, movidas por la comprensión de los peligros y catástrofes que son probables si la política de los gobiernos se mantiene sin alteraciones. Lo que se discute son varias cuestiones, y mencionaré algunas. ¿Cuál es la probabilidad de una guerra nuclear por accidente? ¿Qué riesgos ofrece el fallout? ¿Qué proporción de la población tiene probabilidades de sobrevivir a una guerra nuclear total? Los estudiosos independientes encuentran que los apologistas oficiales y los responsables de las políticas gubernamentales, enfrentados con estas preguntas, dan respuestas que, para un indagador sin prejuicios, aparecen como burda y criminalmente engañosas. Es muy difícil dar a conocer a la población en general las respuestas que, en lo tocante a estas preguntas y en opinión de los investigadores independientes, son verdaderas. Allí donde la verdad es difícil de establecer, hay una inclinación natural a confiar en las autoridades oficiales. Tal es muy especialmente el caso cuando lo que ellas aseveran permite a la gente dejar de lado sus inquietudes como innecesariamente alarmistas. Los principales órganos de publicidad se sienten parte del Orden Establecido y se muestran muy renuentes a tomar ninguna actitud que éste pudiera desaprobar. Una experiencia tan larga como frustrante ha demostrado a aquellos de nosotros que hemos intentado dar a conocer hechos desagradables que los métodos ortodoxos, por sí solos, son insuficientes. Mediante la desobediencia civil llega a ser posible cierta forma de publicidad. Se informa de lo que hacemos, por más que, en la medida de lo posible, se silencian las razones por las cuales lo hacemos. La política de suprimir nuestras razones, sin embargo, tiene sólo un éxito muy parcial. A muchas personas se les despierta la curiosidad de enterarse de cuestiones que habían estado antes dispuestas a ignorar. Muchos, especialmente entre los jóvenes, llegan a compartir la opinión de que, por medio de mentiras y evasivas, los gobiernos están arrastrando engañosamente a la destrucción a poblaciones enteras. No parece improbable que, finalmente, un movimiento irresistible de protesta popular consiga obligar a los gobiernos a dejar que sus súbditos sigan existiendo. Sobre la base de una larga experiencia, estamos convencidos de que no se puede lograr este objetivo exclusivamente por métodos legales. En lo que a mí personalmente se refiere, considero que ésta es la razón más importante para recurrir a la desobediencia civil. [4]

A los fines de la discusión, daré por sentado que los hechos son tales como Russell los enuncia en este pasaje.

Lo primero que hay que señalar es la importancia del problema. En este caso, el problema -las políticas gubernamentales en materia nuclear y la posibilidad de una guerra nuclear- asume, evidentemente, la importancia suficiente para que la desobediencia sea digna de consideración. En segundo lugar, está el señalamiento de que el gobierno tiene gran ventaja en cuanto a plantear públicamente sus razones, en parte porque los hechos son en verdad alarmantes y el público prefiere que no lo alarmen, y en parte porque los principales órganos de publicidad son parciales y están en favor del gobierno. La conclusión de Russell, que la experiencia confirma, es que los métodos ortodoxos son insuficientes para asegurar que los puntos de vista de los disidentes cuenten con una audiencia razonable. La desobediencia civil, afirma Russell, se justifica, por consiguiente, porque ayudará a obtener una audiencia justa -que de otra manera le es negada- a un grupo que disiente sobre una cuestión de tanta importancia. El objetivo final es un movimiento popular que conduzca a un cambio en la política del gobierno. No está del todo claro si se espera que este movimiento opere por vías constitucionales, una vez que haya obtenido una audiencia justa mediante la desobediencia, pero para simplificar la discusión vamos a suponer que sea éste el caso.

El tipo de desobediencia que defiende Russell no es, pues, un intento minoritario de coaccionar a una mayoría. Es un medio de presentar su posición a una mayoría, un intento de persuadir más bien que de coaccionar. Russell está apelando, efectivamente, a cierto principio de justicia, afirmando que las dificultades y deformaciones que tienen que superar sus puntos de vista para llegar a los votantes a través de los canales normales son tan grandes que destruyen la base de las razones democráticas normales para la obediencia. Hemos visto que el compromiso justo exige que no haya partidismo en la forma en que los diferentes puntos de vista llegan a los miembros de la sociedad. La desobediencia de Russell, lejos de negar las razones democráticas para la obediencia que antes he defendido, puede ser considerada una manera de remediar los defectos de un sistema que, en la práctica, se ha apartado de las condiciones básicas de las cuales dependen tanto la democracia como las razones democráticas para la obediencia.

La principal dificultad para evaluar este tipo de argumento reside en decidir qué es lo que constituye una audiencia lo suficientemente sin prejuicios para los diferentes puntos de vista. Una respuesta simple, y superficialmente atractiva, es que lo único que se necesita es la libertad formal de expresión. En tanto que a nadie se le impida legalmente expresar cualquier opinión política que quiera, la exigencia de igualdad está satisfecha. Esto es, naturalmente, algo que Russell negaría. Señala que en una sociedad grande, «los principales órganos de publicidad» tienen mucha más influencia que la gente común «sin cargos oficiales». Además, dice Russell, estos principales órganos de publicidad son parte del Orden Establecido y, por tanto, están predispuestos en favor de los puntos de vista de éste.

Indudablemente, Russell tiene razón al afirmar que en una sociedad como la nuestra no basta con la libertad formal. El propietario de un periódico importante tiene mejores oportunidades de influir sobre el gobierno y sus decisiones, si lo desea, que el orador que habla encaramado sobre un cajón de jabón en Speakers’ Corner, aunque jurídicamente tengan la misma libertad de expresión. Se podría decir que la igualdad se preserva porque todo el mundo tiene igualdad de oportunidades para llegar a ser dueño de un periódico importante, pero eso no es verdad, porque la cosa se facilita ciertamente con una herencia, y más aún si lo que se hereda son acciones de un periódico (importante). En todo caso, aun si un obrero cualquiera pudiera ir ascendiendo hasta llegar a ser propietario del periódico, entonces ya no sería un obrero cualquiera, de modo que probablemente las opiniones de los obreros seguirían sin encontrar adecuada expresión.

Si con la libertad formal no basta, ¿con qué se constituiría una audiencia adecuada? Lamentablemente, Russell en ningún momento lo explica. Entre los disidentes se observa la tendencia a tomar el hecho de que su punto de vista no haya sido aceptado por el público como prueba de que no ha sido debidamente presentado al público. Se trata evidentemente de un error, por cierto difícil de evitar si uno está convencido de que su propio punto de vista es indiscutiblemente correcto. Ni el propio Russell era inmune a este riesgo. Por más que pueda ser un poco cruel hacia Russell, citaré un ejemplo que puede servir para recordar a los disidentes la facilidad con que se puede caer en dicho error. En otro folleto, titulado Sobre la desobediencia civil, Russell escribió:

...las fuerzas que controlan la opinión se inclinan decididamente hacia el lado de los ricos y Ios poderosos... la ignorancia de importantes personalidades públicas sobre el tema de la guerra nuclear es absolutamente pasmosa para quienes han hecho un estudio imparcial del tema. Y a partir de los hombres públicos se produce una infiltración hacia abajo de esta ignorancia, que llega a ser la voz del pueblo. Contra esta abrumadora ignorancia artificial se dirigen nuestras protestas. Daré algunos ejemplos de esta ignorancia pasmosa:

...el Primer Ministro expresó recientemente sin restricción alguna que «no habrá guerra nuclear por accidente». No me he encontrado con un solo experto no gubernamental que haya estudiado el problema que no diga lo contrario. C. P. Snow, a quien asiste un derecho excepcional a hablar con autoridad, dijo en un artículo reciente: «Dentro de diez años a lo sumo, algunas de estas bombas se dispararán. Lo digo con toda la responsabilidad posible. Eso es una certeza.»

Hoy, con más de diez años de visión retrospectiva, no es probable que nos sintamos tan seguros de que la influencia de los ricos y Ios poderosos haya producido una «abrumadora ignorancia artificial» responsable de que fueran rechazados los puntos de vista de Russell y Snow sobre la probabilidad de una guerra nuclear accidental.

¿Podemos decir que si los medios de comunicación ofrecieran a los disidentes la oportunidad de exponer sus razones, eso bastaría para asegurar una audiencia justa? Incluso con esta idea hay dificultades. Primero, ¿qué puntos de vista se han de incluir, y cuánto tiempo o espacio se ha de asignar a quienes proponen tales opiniones? Dar igual tiempo y espacio a todos los puntos de vista posibles podría parecer un «compromiso justo», pero significaría probablemente que nadie tuviera tiempo ni espacio suficientes para presentar adecuadamente sus opiniones; tampoco hay evidentemente un compromiso justo si los puntos de vista de una persona reciben el mismo tratamiento que los apoyados por millones; es más, bajo un sistema tal, a los partidos políticos les convendría dispersarse y presentarse como individuos, cada uno de los cuales sostiene opiniones ligeramente diferentes. Sin embargo, una vez que abandonamos esta sencilla concepción de la igualdad, ¿cómo se puede evitar ser tendencioso? Si quisiéramos presentar, por ejemplo, una amplia muestra de opiniones sobre la guerra en Vietnam, ¿nos limitaremos a los representantes de quienes están a favor y en contra de ayudar al gobierno de Saigón, o incluiremos a los que desean ayudar al Frente de Liberación Nacional? Parece imposible llegar a principio general alguno que pueda responder a este tipo de cuestiones. Sin embargo, en las situaciones actuales quizá sea posible decir cuándo un determinado punto de vista ha conseguido una audiencia justa, y cuándo no. En el caso del debate sobre la guerra de Vietnam en los Estados Unidos, por ejemplo, sería razonable decir que, al comienzo, quienes se oponían a la guerra no consiguieron una audiencia justa. A comienzos de Ios años sesenta, Ios medios de comunicación tendían a rotular a la oposición de «antipatriótica», o «inspirada por los comunistas», y el gobierno engañó gravemente al público en lo tocante a la naturaleza y extensión del compromiso norteamericano en la guerra. Creo que en aquella época era razonable afirmar que la desobediencia era necesaria con el fin de dar a conocer al público norteamericano el conjunto de Ios argumentos que se oponían a la guerra. A comienzos de los años setenta, sin embargo, la situación había cambiado, y no se podía considerar necesaria la desobediencia con fines publicitarios. Por las razones que fuere (muy posiblemente debido a las campañas de desobediencia anteriores), los medios de comunicación han presentado muy cabalmente los argumentos que se oponen a la guerra, y se han publicado documentos informativos del gobierno en contra de ella (aunque en la mayoría de los casos sin autorización gubernamental). El hecho de que los argumentos en contra de la guerra hayan sido ahora adecuadamente presentados no significa, sin embargo, que los argumentos que propician la continuación de la ayuda norteamericana al gobierno de Saigón no hayan recibido la publicidad adecuada. Afirmarlo así sería irrazonable, en vista de la amplia publicidad que han recibido los puntos de vista de la administración Nixon. La forma en que se ha informado en los Estados Unidos sobre el problema de Vietnam a comienzos de la década de los setenta hace pensar, por consiguiente, que es posible una presentación adecuada de las opiniones de la oposición.

Una objeción de mayor alcance a la posibilidad de una presentación satisfactoria de los puntos de vista radicales en los medios de comunicación es la que plantea Herbert Marcuse, quien cree que la tolerancia, en sí misma, puede ser represiva. De acuerdo con Marcuse:

...en el seno de una sociedad represiva, incluso Ios movimientos progresistas corren el riesgo de asumir el signo contrario en la medida en que aceptan las reglas del juego. Para tomar un caso sumamente discutido: el ejercicio de los derechos políticos (como el de votar, el de dirigir cartas a la prensa, a los senadores, etc., el de participar en manifestaciones de protesta con una renuncia previa a la contraviolencia) en una sociedad de administración totalitaria sirve para reforzar a la administración, en cuanto da testimonio de la existencia de libertades democráticas que, en realidad, han cambiado de contenido y perdido eficacia. En un caso así, la libertad (de opinión, de reunión, de expresión) se convierte en un instrumento de absolución de la servidumbre. [6]

Lo esencial del argumento de Marcuse es que, mientras que las opiniones liberales respecto de la tolerancia «se basaban en la proposición de que los hombres eran individuos (potenciales) capaces de aprender a oir, ver y sentir por sí mismos, de enriquecer sus propios pensamientos y entender sus verdaderos intereses, derechos y capacidades...», en las sociedades capitalistas modernas «las gentes son individuos manipulados y adoctrinados que, a la manera de loros, repiten como propias las opiniones de sus amos...». [7] En virtud de ello, piensa Marcuse, la fundamentación de la tolerancia ya no es válida.

Es muy posible que Marcuse tenga razón en su crítica del punto de vista liberal tradicional -es decir, del que Mill lleva a su culminación y síntesis en su obra On Liberty- respecto de la tolerancia. Sin embargo, en modo alguno está tan claro, como pensaba Mill, que la vía más segura hacia la verdad sea una tolerancia sin restricciones. Debemos estar preparados para enfrentar la posibilidad de que la argumentación liberal de matiz optimista de Mill fracase. Y hemos de preguntarnos después si el hecho de coincidir con Marcuse en que es probable que la tolerancia no sea capaz de guiara los individuos a una verdadera apreciación de sus intereses, derechos y capacidades no nos deja otra salida que aceptar que la tolerancia debe ser restringida; que, tal como lo sugiere Marcuse, «a los grupos y movimientos que promueven una política de agresión, armamentista, chauvinista o discriminatoria, o que se oponen a la extensión de los servicios públicos, la seguridad social, la atención médica, etc.», [8] se les debe retirar la tolerancia [a la libertad] de expresión y de reunión.

Creo que Marcuse se equivoca al suponer que un rechazo de la creencia liberal en que la tolerancia conduce a la verdad implica el rechazo de la tolerancia como tal. A Marcuse, este paso le parece fácil de dar porque él acepta la idea liberal de que el objetivo de la tolerancia es la verdad. Esta idea, creo yo, es errónea y, en cuanto tal, comparable con la creencia en que, como la opinión de la mayoría no tiene más probabilidades de estar en lo cierto que la opinión de la minoría, no puede haber justificación alguna para un sistema de gobierno democrático. Así como en este caso me parecía que la justificación de un procedimiento democrático de toma de decisiones no dependía de sus posibilidades de acertar con mayor frecuencia que cualquier otro procedimiento, sino de las ventajas que ofrece en cuanto base de un método justo y pacífico para resolver disputas, ahora argumentaría que la tolerancia no ha de ser justificada en cuanto medio de alcanzar la verdad, sino como un concomitante necesario de un procedimiento pacífico de toma de decisiones, y también como una forma de compromiso en sí misma; es decir, como una manera de evitar discusiones sobre cuáles son las opiniones a las que se ha de permitir libre expresión y cuáles deben ser proscritas.

También aquí me temo que esto parezca una justificación miserable y abyecta de algo tan importante como la tolerancia. Me imagino al lector, preguntándose: «¿Cómo? ¿Es que no cree que haya nada por lo que valga la pena luchar?» Si aquí «luchar» significa literalmente luchar hasta la muerte, entonces efectivamente pienso que es preferible casi cualquier compromiso razonable que sustituya esa lucha con formas de contienda menos letales. Además, aun cuando no crea que la tolerancia sea siempre el camino más seguro hacia la verdad, sí creo que los puntos de vista que considero válidos (muchos de los cuales Marcuse también aceptaría) tienen mejores probabilidades de prevalecer en condiciones de tolerancia de lo que les cabría si esta última fuese abandonada. Pues, si se retirase la tolerancia, no hay razón para creer que solamente les sería retirada a aquellos grupos a los cuales Marcuse o yo nos oponemos. Por el contrario, la gente de derecha piensa que la tolerancia debe ser retirada a los grupos con quienes Marcuse y yo estamos de acuerdo. La única manera de que Marcuse pudiera llevar a la práctica su particular versión de la tolerancia restringida sería recurriendo a la fuerza; y en ese tipo de contienda, la derecha Ileva en su favor una ventaja mucho más clara que en la contienda por la persuasión en condiciones de tolerancia. Quizá la tolerancia no sea una vía segura hacia la verdad, pero mucho menos probable aún es que ésta surja del recurso a la fuerza.

Volvamos, pues, a la defensa que hace Russell de la desobediencia como medio de obtener una audiencia justa. Hemos visto que, si bien es posible que las opiniones disidentes obtengan una audiencia adecuada aun cuando los medios de comunicación estén en manos de unos pocos intereses privados (como fue el caso de la publicidad que se dio en Estados Unidos a los puntos de vista antibélicos a comienzos de los años setenta), existe también el peligro de que a los puntos de vista disidentes se les niegue tal audiencia (como en el caso de las mismas opiniones algunos años antes). Lamentablemente, no parece que haya ningún principio general que nos permita decidir cuándo una opinión está obteniendo una audiencia adecuada; esto es algo que se ha de evaluar en cada caso. Si se parte, sin embargo, del supuesto de que Russell tenía razón al afirmar que el conjunto de razones que se oponen a las armas nucleares no había contado con una audiencia justa, el argumento que hemos propuesto en contra de la desobediencia a un procedimiento de toma de decisiones que representa un compromiso justo no sería válido para el tipo de desobediencia que defendía Russell. Está claro que él no aboga por la desobediencia en cuanto medio de coaccionar a la mayoría, y que no renuncia a la idea de un compromiso justo como medio de resolver problemas; es más, como acabamos de verlo, Russell puede apelar a esta idea en apoyo de sus acciones.

Se podría pensar, sin embargo, que cabe presentar el siguiente argumento contra el uso de la desobediencia en cuanto medio de presentar un caso. Si tal desobediencia es realmente una forma eficaz de publicidad, cualquiera que defienda una causa que, en su sentir, no está recibiendo la adecuada consideración del público puede valerse de la desobediencia como forma de publicidad. Otros, con el fin de asegurar a su propio caso una presentación igualmente eficaz, tendrán razones igualmente buenas para recurrir a la desobediencia. Es de presumir que, si la desobediencia llega a ser ampliamente usada de esta manera, la novedad de esta forma de protesta desaparecerá, y tanto los medios de comunicación como el público empezarán a prestarle menos atención. Con el fin de obtener el mismo efecto que previamente se obtenía mediante la simple desobediencia no violenta, la escala y la naturaleza de la desobediencia tendrán que intensificarse. Llegará un momento en que la desobediencia no violenta reciba poca publicidad, pero -si se la lleva a cabo en una escala lo bastante grande- a la desobediencia violenta jamás se la puede ignorar en realidad, de manera que siempre recibirá publicidad. (A finales de los años sesenta parecía que fuera esto lo que sucedía en los Estados Unidos, pero actualmente el proceso parece haberse moderado.) De esta manera, se podría argumentar, incluso la desobediencia con fines de publicidad lleva en su seno los gérmenes de la destrucción del proceso democrático. Lo mismo que sucede con la desobediencia cuyo objetivo es coaccionar a la mayoría, los principios democráticos deben llevarnos a rechazar la desobediencia que busca la publicidad, pues de otra manera el procedimiento de toma de decisiones puede desorganizarse [hasta terminar] en un sistema en el cual los problemas se deciden por la capacidad y disposición de Ios impugnantes a recurrir a la fuerza y la violencia.

Este tipo de argumento falla porque es posible trazar límites al tipo de desobediencia compatible con un compromiso justo que excluya aquellas formas de desobediencia con fines de publicidad que de hecho pongan en peligro la continuidad del proceso democrático. En primer lugar, si el objetivo de la desobediencia es presentar un caso al público, entonces sólo se justifica la desobediencia necesaria para la presentación de dicho caso. La exigencia democrática de una presentación libre y justa de todas las opiniones no exige la repetición constante de ninguna de ellas. Esto restringe gravemente la cantidad de desobediencia que estas razones pueden justificar. (Sin embargo, como argumentaré en breve, alguna forma de desobediencia puede ser aun así permisible, con el fin de demostrar la sinceridad o la fuerza del sentimiento.)

En segundo lugar, si la desobediencia con fines publicitarios ha de ser compatible con el compromiso justo, debe ser no violenta. Y debe serlo no solamente por la razón táctica de que es probable que la violencia obstaculice la tarea de persuasión, ni porque la violencia sea un mal en sí misma, sino porque recurrir a ella es borrar la distinción entre la desobediencia con fines de publicidad y la que tiene como propósito coaccionar o intimidar a la mayoría. Desde el punto de vista del público, la violencia es intimidatoria y coercitiva. La responsabilidad de dejar en claro la naturaleza persuasiva y no coercitiva de su forma de desobediencia debe corresponder a la persona que desobedece. En mi opinión, esta responsabilidad sólo puede cumplirla la desobediencia no violenta.

El mismo razonamiento nos lleva a pensar que incluso se debería evitar la desobediencia no violenta que causa graves inconvenientes a la mayoría o que dificulta en demasía la puesta en práctica de la decisión tomada por ésta. Porque incluso la desobediencia no violenta puede ser un intento de ejercer coerción sobre la mayoría. Cuando los opositores al reclutamiento se niegan a alistarse para el servicio militar e inician una campaña de envío de falsos formularios de alistamiento, su objetivo es conseguir por la fuerza que sea abandonado el programa de reclutamiento. El objetivo de las últimas campañas de esta clase en los Estados Unidos y en Australia ha sido, tal como lo proclamaban sus participantes, «joder al sistema; es decir, imposibilitar a los funcionarios del gobierno afectados a este programa la realización de sus tareas y, de esa manera, provocar el colapso del mecanismo de reclutamiento. Este tipo de desobediencia, aunque no sea violenta, es un intento de coaccionar y no de persuadir. Si otros grupos importantes de la comunidad emplearan medios similares, el procedimiento democrático de toma de decisiones se desorganizaría, casi con la misma seguridad que si tales grupos hubieran intentado resolver los problemas mediante la violencia. (Considérese, por ejemplo, la posibilidad de que los extremistas de derecha organizaran campañas similares destinadas a hacer inoperante la legislación de bienestar social.)

Además, cuando se infringen las leyes con fines publicitarios, hay razones válidas para someterse a la detención y al castigo. La aceptación del castigo indica que se apoya el principio del derecho, y la autoridad del procedimiento de toma de decisiones, en la medida compatible con la necesidad de infringir la ley para presentar al público el conjunto de razones que uno defiende. [9] En tanto que puede ser necesario infringir una ley con fines de publicidad, muy raras veces será necesario, en una sociedad democrática, eludir el castigo, puesto que la aceptación del castigo es, normalmente, un medio útil para alcanzar mayor publicidad, puesto que con frecuencia se da amplia información sobre los pronunciamientos de los tribunales. [10] Quizá la evasión del castigo sólo sería compatible con la desobediencia con fines publicitarios si no hubiera derecho a audiencia pública -y, por tanto, no existiera la posibilidad de usar el castigo con fines publicitarios- o si, para impedir que los disidentes dieran publicidad ilegal a sus puntos de vista, se implantaran castigos draconianos.

Finalmente, este tipo de desobediencia sólo puede ser un agregado colateral a una campaña importante de propaganda, destinada a influir sobre la opinión por todos los canales legales accesibles. Como sucedió con la forma de desobediencia que Russell apoyaba en el pasaje citado, a esta desobediencia sólo se ha de recurrir cuando se han intentado en vano medios más ortodoxos. (Sin embargo, tal como vimos en nuestro análisis de los modelos de asociaciones, no sería realista exigir que se «agotaran» los medios ortodoxos, puesto que algunos medios ortodoxos jamás se agotan; en cambio, los medios ortodoxos se han de poner a prueba hasta que sea obvio que no han de obtener éxito, o hasta que exista un verdadero peligro de que el daño se haya producido antes de que lo alcancen.) A menos que los medios legales de persuasión hayan sido usados al máximo, mal pueden sostener quienes recurren a la desobediencia que sólo proceden así porque de ninguna otra manera han podido obtener una audiencia justa.


NOTAS

4. «Civil Disobedience and the Threat of Nuclear Warfare», publicado en C. Urquhart, ed., A Matter of Life, Londres, Cape, 1963, se reimprimió en I1. A. Bedau, ed., Civil Disobedience: Theory and Practice, pp. 156-157.

5. Publicado en 1961, se reimprimió en The Autobiography of Bertrand Russell, Londres, Allen and Unwin, 1969, vol. 3, pp. 141-142, cursiva en el original.

6. "Represive Tolerance», en R. P. Wolff, B. Moore y H. Marcuse, A Critique of Pure Tolerance, Boston, Beacon Press, 1969, pp. 83-84.

7. Ibid., p. 90.

8. Ibid., p. 100.

9. Martín Lutero King ha dicho: «un individuo que infringe una ley que su conciencia le dice que es injusta, y de buena gana acepta la penalidad de quedarse en la cárcel para hacer que la comunidad tome conciencia de su injusticia, está expresando, en realidad, supremo respeto por la ley». «Carta desde la cárcel de Birmingham», Liberation, junio de 1963, reimpresa en Bedau, Civil Disobedience, pp. 78-79. Gandhi sostenía puntos de vista similares: véase su autobiografía, The Story of my Experience with Truth, Boston, Beacon Press, 1957, p. 413.

10. Véase cómo relata Russell el uso que hizo de su proceso y su encarcelamiento, Autobiography, vol. 3, pp. 115-118.


Artículo escrito en 1973

Publicado en Democracia y desobediencia, Ariel, Barcelona, 1985; págs. 13-40.

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