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Para un negro en Misratah puede bastar con encontrarse en el lugar equivocado para que lo maten

Entre dos fuegos: los extranjeros en Libia en tiempos de revolución

Entre dos fuegos: los extranjeros en Libia en tiempos de revolución

Fortress Europe - Traducido por Rebelión

Nashat no tuvo tiempo de hacer las maletas cuando escapó. Lleva consigo solo la foto de sus hijos. Me pide que la saque por televisión para que su familia en Benisuef, Egipto, sepa que todavía está vivo. Junto a él se crea un grupo de gente. Son todos egipcios y son miles.La extensión de tiendas grises preparadas por la cruz roja libia para acogerlos se pierde en el horizonte a lo largo de todo el camino que de la acería llega hasta el puerto industrial de Misratah.Todos quieren que apunte su nombre y les haga una foto. Somos los primeros periodistas que encuentran desde que hace tres semanas abandornaron sus casas de la ciudad para refugiarse aquí en espera de que el gobierno egipcio envie un barco que los saque de la guerra. Las tropas de Gadafi cortaron las líneas teléfonicas de la ciudad. Y desde entonces no han podido contactar con sus parientes en Egipto, que siguen con ansia en Al Jazeera las noticias de los bombardeos a civiles esperando que sus seres queridos estén vivos aún.

Las bombas también han llegado aquí. Durante tres días consecutivos. El miércoles, el jueves y el viernes pasados, la artillería pesada de las milicias del gobierno bombardeó el puerto de la ciudad. Quizá para impedir que atracase el barco hospital turco que desde hace tres días esperaba en la ensenada con un cargamento de medicinas para la ciudad y que finalmente ha cambiado de ruta por ser ésta demasiado peligrosa. O quizá, por el contrario, para atacarnos a nosotros los periodistas: yo, Stefano Liberti del Manifesto, Alfredo Bini de la agencia fotográfica Cosmos, dos enviados de la AFP y un grupo de la CNN, llegados todos vía marítima, con un barco de pesca cargado de ayuda humanitaria que fue varias veces blanco de los cohetes. Los últimos cayeron pocas decenas de metros más allá del muro que separa el campo de los refugiados del puerto. Algunos metros más acá y habrían provocado una masacre. Esto es así porque bajo las tiendas hay más de cincuenta mil personas. Este dato aproximado procede de la cruz roja libia, que preparó el campo y gestiona la distribución diaria de agua potable, pan y latas de atún. 4000 egipcios, 400 bengalíes y un millar de nigerinos, sudaneses, ghaneses, chadianos, nigerianos y eritreos.

Desde este puerto partió el ferry Mistral con 1800 marroquíes, rechazado en Malta y en Italia el pasado 15 de marzo. 2300 egipcios más fueron evacuados el 7 de marzo en un barco que llegó a Alejandria, Egipto. Para evacuar a todos los que quedan bastarían tres barcos del mismo tamaño. Una minucia para los gobiernos y para las agencias humanitarias. Y sin embargo por el momento nadie parece estar interesado en hacer algo. Bajo las tiendas no se habla de otra cosa. Volver a casa, escapar de la guerra. Son todos trabajadores, gente como Taha, que me acompaña a visitar a las familias y me hace de interprete con su acento friulano. El italiano lo estudió en la universidad de El Cairo, y el acento lo ha adquirido en Misratah tras dos años de trabajo con la Siderimpes de Gorizia.

Esperan el barco que los pondrá a salvo y juran que por nada de este mundo volverán a la ciudad. Les dan miedo las tropas de Gadafi. Porque muchos chavales egipcios en Misratah se solidarizaron con la revolución de los jóvenes. Ya lo había observado en Bengasi, con los convoyes de ayuda humanitaria que llegaban de Egipto. Y con los egipcios en las calles haciendo ondear la bandera libia y la de su propio país. Jóvenes que llegaron a Libia siendo niños o incluso que nacieron aquí. Jóvenes como Mustafa Yasir, sirio, nacido y crecido en Misratah y hoy ingresado en el hospital Hikma a la espera de la operación que le amputará las dos piernas, destrozadas por una granada que le disparó un tanque mientras trataba de defender su ciudad con un viejo kalashnikov. También por este motivo escapan los egicpios, por miedo a que, si las fuerzas de Gadafi retoman el control, se produzca una matanza.

Los sudaneses y chadianos, en cambio, escapan por el motivo contrario. A ellos les dan miedo los rebeldes. Aquí dentro están seguros. Los jóvenes de la revolución les proporcionan agua y comida todos los días, aunque la ciudad está bajo embargo y los bienes de primera necesidad escasean también para las familias libias. Pero apenas fuera del perímetro de la acería, corren el peligro de ser confundidos con hombres de Gadafi y linchados. Para nadie es un secreto que el coronel ha reclutado un ejército de mercenarios para destruir Misratah. Los jóvenes de la revolución los han capturado con el traje militar puesto y pasaportes mauritanos, nigerinos, chadianos y malianos en el bolsillo. Y los han matado allí mismo. Degollados de una cuchillada, como si fueran animales.

En los móviles de los jóvenes circulan vídeos grabados con los cadáveres amontonados en los pick-up que los trasladan fuera de la ciudad. La espiral de violencia es tal que nadie se escandaliza ni siquiera de esto. Los abogados del Consejo Transitorio podrán decir lo que quieran sobre la necesidad de arrestarlos y someterlos a un juicio regular. En la calle los jóvenes han visto demasiada sangre inocente vertida para mantener firmes los nervios y la sangre fría. Y para un negro africano en Misratah hoy puede bastar con encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado para ser tomado por un mercenario de paisano queintenta la fuga.

En cualquier caso, egipcios o sudaneses, ésta no es su guerra. Y lo único que quieren es marcharse de Libia. Como han hecho ya centenares de miles de tunecinos, egipcios, chinos y bengalíes. Y como han hecho decenas de miles de de sudaneses, chadianos y nigerinos que han regresado a su propio país por tierra, recorriendo la ruta del Sahara a la inversa, hacia el sur. Pero hay todavía miles de extranjeros bloqueados en Libia. Y no sólo en el puerto de Misratah. Los hay en Trípoli, desde donde están comenzando, en efecto, las travesías a Lampedusa. Y los hay en Sallum, en el paso fronterizo egipcio.

Pasamos la semana pasada por Sallum, durante el viaje de Bengasi a Misratah. Y vimos un millar de chadianos y un centenar de eritreos acampados alrededor de la aduana egipcia, sin autorización para ir a El Cairo y sin ninguna ayuda de las propias embajadas para volver a casa. Duermen en el suelo sobre cartones con una manta por encima de la cabeza para protegerse del frío de las noches de primavera en el Mediterráneo.

Othman es uno de ellos. Viene de Bengasi, donde vivió durante siete años y donde no tiene ninguna intención de regresar. Tiene treinta años y tres hijos. Se ha llevado de LIbia a toda su familia. Los niños duermen con la esposa en la recinto de las mujeres. Trabajaba en un criadero de pollos. El salario era bueno, 500 dinares al mes. Y la vida no era mala porque los chadianos hablan árabe y era fácil integrarse. Los problemas, según él, han comenzado con la revolución. En Bengasi la gente se volvió violenta, dice. Les han perseguido los chavales por la calle diciéndoles que en Libia no quieren ya ver negros. Por eso dice que de Libia no quiere saber nada. Aunque pasen treinta años, no quiere volver a poner el pie allí. También porque prefieren la dictadura de Gadafi a los rebeldes. Y no sienten vergüenza de decirlo.

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