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Sacado de la web de Ekintza Zuzena.

¡Todo el poder para las asambleas?

¡Todo el poder para las asambleas?

Miguel Martínez

Quiero plantear aquí algunos interrogantes sobre el significado de la práctica asamblearia en general. Voy a evitar hacer un listado de los reiterados vicios y obstáculos de esas prácticas que acaban muchas veces con la paciencia y buena voluntad de quien participa en ellas (por ejemplo, la deficiente o nula moderación, la incapacidad para debatir o tomar decisiones, el sexismo, la manipulación partidista, el gigantismo de algunas asambleas, etc.), aunque mencionaré alguno de pasada. A cambio, argumentaré primero que la práctica asamblearia tiene una relación bastante problemática entre su uso como medio de reunión (para deliberar, reglamentar o comprometerse con acciones específicas) y la finalidad política de una sociedad organizada fundamentalmente de forma asamblearia. En segundo lugar, apuntaré que la centralidad de las asambleas tiende a ocultar otros procesos de relación social, previos o posteriores a ellas, tanto o más relevantes para hacer efectivas transformaciones sociales de cierto calado. Por último, defenderé que de la asamblea se pueden derivar varios tipos de , lo cual, sin embargo, no es sinónimo de . Se trata sólo de unas breves notas, pero busco con ello que cualquier miembro de colectivos o (no sólo, poco o que no se declaren necesariamente como tales en sus ) se pregunte críticamente sobre el sentido de sus asambleas: hacia dónde van, qué están consiguiendo...

Antes de abordar esas cuestiones, me parece conveniente introducir algunas que nos ayuden a relativizar lo que entendemos por . Lo primero que deberíamos advertir es que no sólo colectivos, organizaciones y plataformas coordinadoras de los movimientos sociales (pacifistas, ecologistas, feministas, contrainformativos, de okupación, de solidaridad, antiglobalización, etc.) tienen como eje central de sus actividades de debate y decisión las reuniones de carácter asambleario, sino que éstas también están presentes en otras entidades más clásicas, como sindicatos, partidos, asociaciones, cooperativas, parlamentos, colegios o empresas (juntas de accionistas), por no mencionar aquellas asambleas de afectados que se convocan en barrios o centros de estudio y trabajo ante problemas puntuales.

Una primera diferencia en todo ese conjunto es que, en la mayoría de casos, la asistencia a la asamblea está abierta sólo a toda persona que acredite pertenecer a las bases del colectivo promotor de la misma o, más ocasionalmente, a la población más próxima por ser partícipe de los intereses o motivaciones que la han suscitado. Entre los grupos que se autodefinen como también se opera algún tipo de cierre, generalmente de carácter informal, que regula quién puede o no asistir, aunque en ellos, como en otras entidades de carácter (las que buscan constantemente ampliar su afiliación o influencia, tal como ocurre con los sindicatos, partidos y asociaciones vecinales), se suele aceptar la premisa de a las asambleas (o, por lo menos, a algunas primeras de ).

Otra reincidente diferencia es que en algunas asambleas está claramente diferenciada una formal del resto de los y las presentes, constituida aquella por los miembros que ostentan algún cargo en la organización, por una comisión coordinadora que preparó la asamblea o por aquellas personas que poseen más información que el resto sobre los asuntos a tratar; mientras que tales separaciones son menos fáciles de ver en otras. Una última diferencia se puede hallar en que, en algunas asambleas, la intervención de las personas asistentes es muy escasa y cuenta casi más su asistencia que sus opiniones y votos, actuando dicha asistencia a modo de confirmativo de lo que allí se propone (y los así lo evidencian) o de simple (ir a enterarse de qué pasa).

Todo lo anterior nos debe prevenir sobre dos prejuicios frecuentes, a saber: 1) la celebración de asambleas no es en sí misma una garantía de cambio social o de democracia, ya que puede ser un mecanismo perfectamente reproductor de desigualdades y opresiones sociales; 2) las diferencias entre tipos de asambleas, organizaciones en las que se inscriben, frecuencia y forma de desarrollo de las reuniones, etc. son importantes y, en lugar de pasarlas por alto, sería acertado percibir lo que aporta cada una y en qué están limitadas. Lo que quiero decir, por tanto, es que no es suficientemente clarificador el que un colectivo se identifique como porque tantas virtudes pueden comportar los diferentes modelos de asamblea de otros colectivos no definidos con ese rótulo, como defectos pueden arrastrar los primeros con algunas o muchas de sus prácticas internas a las asambleas o impregnando el resto de su vida social.

¿Reuniones Ágiles y eficaces, o pasos hacia una sociedad asamblearia?

Hace ya casi un año la crisis económica y política argentina dejó un saldo sorprendente en el plano de la organización social: se formaron y reconfiguraron, durante meses, numerosas asambleas populares en la calle en continuidad inseparable con movilizaciones de protesta desconocidas en las décadas anteriores y que, al parecer, hicieron dimitir a varios gobernantes del país. Nunca antes habíamos podido asistir a muchos de esos debates casi en directo, fundamentalmente por medio de lo recogido en agencias independientes de internet (como argentina.indymedia.org, por ejemplo). Y tampoco han faltado las comparaciones con otras épocas de exacerbada conflictividad social, cuando huelgas y colectivizaciones obreras, por ejemplo, catalizaron también intensos y a menudo interminables encuentros asamblearios; o con movimientos sociales más recientes como el de la lucha contra el paro en Francia, el estudiantil en México o el antiglobalización en Italia y España. Las preguntas inevitables ante ese tipo de experiencias serían: ¿Puede una sociedad compleja, diferenciada y conflictiva, organizarse permanentemente por medio de asambleas generalizadas? ¿Es esto lo que pretenden los colectivos o lo que se aprende inconscientemente en cualquier colectivo que hace asambleas?

Aunque la etimologia de ‘asamblea’ remite simplemente a , el primer término ha ido adquiriendo, en la tradición occidental por lo menos, unas connotaciones que aluden a un tipo específico de reuniones: las que llaman a la totalidad de integrantes de un colectivo (asociación, ciudadanía, representantes, etc.) a informar, debatir y tomar decisiones sobre las cuestiones más señaladas de su actividad. Mientras que puede haber reuniones de grupos de trabajo, de comisiones o informales entre cualesquiera miembros y no miembros del colectivo, las asambleas (especialmente las , que en muchas entidades tienen carácter anual) se encargarían, sobre todo, de perfılar y aprobar la política general de la organización, su estrategia a medio o largo plazo.

En ese sentido, una asamblea sería la en la que definíriamos nuestros fines últimos y decidiríamos los medios prácticos a poner en marcha en concordancia con aquellos. Las ideas de ‘norma’ y de ‘institución’ suelen suscitar rechazo, y con razón: en las democracias liberales representativas nos atan con normas que deciden unos pocos, los cuales se atrincheran en instituciones que nos exigen considerar como si fueran sagradas. Pero una norma no es más que una especie de termostato con el que regulamos la temperatura de un colectivo: traduce los objetivos últimos que perseguimos en instrucciones () y condiciones encadenadas (no consensuamos... podemos votar..., votamos... podemos aprobar por mayoría simple..., no votamos... podemos esperar...) Y una institución no es más que el encuentro rutinario de quienes tienen interés en cabalgar sobre el tiempo: es decir, en organizar la vida pública desde el presente pensando constantemente (entre lo razonable y lo obsesivo) en el futuro.

Pero las asambleas, como cualquier otra institución instrumental, al servicio de fines limitados o ampliados, son unas máquinas frágiles y paradójicas: con frecuencia modifican parcialmente o sustituyen completamente normas y decisiones vetustas; están abiertas a una amplia -si no total inspección pública (esa es una de las funciones del libro de actas); están subordinadas siempre a debates generales -utópicos- y al análisis colectivo y controvertido -tópico- de su eficacia y adecuación a la realidad; son fuertes y débiles porque cuestionan y son cuestionadas; en ellas se pretende organizar el espacio y el tiempo a la vez que ellas mismas requieren espacio y tiempo... Todo el esfuerzo que exigen, en consecuencia, hace comprensible la prédica a favor de su mayor agilidad y eficacia. Se trata, ni más ni menos, de que el instrumento funcione para lo que se ha ideado. Y esta demanda será elevada con semejante inquietud tanto por quien cree en una sociedad asamblearia como por quien no.

Ahora bien, una sociedad con asambleas generalizadas es afín a lo que se conoce como ‘democracia directa’ y, en su versión extrema, aboliría cualquier institución representativa, aunque debería asumir, cuando menos, alguna de índole coordinadora, federativa o confederativa. No obstante, en las propuestas menos radicales de ‘democracia participativa’, en las que se conservarían las necesarias instituciones representativas aunque con mayor transparencia y control social, también se le concederían generosos márgenes a la realización de asambleas (es el caso, por ejemplo, del modelo de los ‘presupuestos participativos’). En el fondo, reside un reconocimiento de que las asambleas son el principal medio por el que el pueblo puede ejercer su soberanía y autogobierno, aunque las ideologías de democracia radical (incluidas las ) difieren de las más representativas al considerar las primeras que los otros mecanismos de ejercicio de soberanía (voto y gobierno, fundamentalmente) restringirían las capacidades del sujeto soberano (es necesario tener reconocidos derechos de ciudadanía para poder participar, seguir los procedimientos reglamentarios, etc.) y traicionarían sus poderes autónomos de organización, de expresión, de decisión y de acción.

Sin embargo, no son de poca enjundia los problemas esenciales que deben enfrentar quienes defiendan las asambleas como pasos hacia una sociedad asamblearia. El primero sería que los son muy grandes en tamaño y contienen en su seno a gente muy diversa (y, más o menos latentemente, enfrentada en sus intereses). El segundo es que ya existen gobiernos, autoridades dependientes de ellos y como pilares de los Estados y sociedades capitalistas ante los que no cabe la actitud de hacer . Por ello, no se pueden eludir dilemas como los siguientes: ¿puede haber una (el problema de la federación o confederación)? ¿Todas las asambleas de todos los colectivos son igual de legítimas? ¿Cuál es el tamaño óptimo de una asamblea popular? ¿Pueden reunirse en una misma asamblea grupos sociales con propiedades y recursos muy desiguales o sólo debemos animar al asamblearismo a los grupos dominados? ¿Las asambleas reducen o reproducen esas desigualdades externas? ¿Se debe organizar la sociedad asambleariamente en forma de a las instituciones estatales o como complemento a ellas? ¿Agotan las asambleas las formas de decidir legítimamente o precisan complementarse con otras modalidades distintas (tanto o más creativas)?...

Por desgracia, creo que ni las experiencias referidas, ni otras avanzadas apuestas teóricas (como el de Biehl y Bookchin, o la red de del situacionismo) han dado respuestas definitivas a estas preguntas de modo tal que se pueda defender sin fisuras este horizonte ideológico (la hipótesis de una sociedad asamblearia o de una óptima democracia directa) frente a cualquier colectivo, asociación, empresa cooperativa o plataforma que simplemente hace asambleas. Sin responder racionalmente a esas cuestiones, por lo tanto, sería dificil sostener la coherencia entre las asambleas como medio y la sociedad asamblearia como fin, ya que esta última se convertiría en un mito ideológico indescifrable.

Coexistencias entre las asambleas y la vida cotidiana

Creo que también es un error común pensar en las ventajas o penurias de las asambleas -y en las exigentes energías, en todo caso, que nos absorben-, sin ponerlas en relación con lo que acontece antes y después de esas reuniones. Por una parte, ya he sugerido que muchas asambleas sólo tienen sentido al mismo tiempo que existen otras formas de manifestar el poder social: conflictos y movilizaciones (al agotarse éstos, generalmente, transmiten su extinción a las asambleas a que dieron lugar). Por otra parte, también se ha indicado que, a menudo, saltan a la vista las contradicciones constantes entre nuestras prácticas cotidianas fuera de las asambleas y los deseos que expresamos en ellas, con mayor o menor tiento, de acuerdo con los fines y posturas adoptadas por la organización con la que colaboramos. Con uno u otro signo: por ejemplo, cooperar con otras personas que consideramos y respetarlas más fuera de las asambleas de lo que hacemos dentro de éstas con muchas personas a las que somos más y con las que estamos en posición de mayor ; o, por poner otro ejemplo del otro extremo, llevando fuera una vida cargada de prejuicios y abusos de nuestros privilegios (en el bar, en el trabajo, en casa...), que sólo se dejan de lado temporalmente en las asambleas, cuando se observan fielmente las mínimas normas de relación (explícitas o implícitas: durante la asamblea).

A mı juıcıo, en prımer lugar, para transformar nuestra vida cotidiana precisamos nociones generales sobre el conjunto de opresiones existentes en nuestra sociedad (y en el planeta en general). Cualquier momento es apropiado para discutir, rebelarnos, resistir y modificar en lo posible esas opresiones. Pero no podemos pretender que todas las personas que acuden a una asamblea hayan pasado por las mismas reflexiones y cambios. Ni siquiera que conciban las asambleas en calidad de una experiencia personal más que contribuya a esos procesos globales, y no sólo como una rutina añadida.

Las asambleas, pues, no serían más que nudos de una red, unas pausas en el tiempo en las que podemos expandir nuestras reflexiones y reanudar alianzas y compromisos para aumentar la intensidad de acciones futuras. Estas acciones pueden alterar nuestros ritmos y actitudes en el resto de nuestra vida, pero no es seguro que se deba a un poder inherente a las asambleas. Más bien considero que sería fruto de un enriquecimiento recíproco. Y de la misma forma que la mayoría de asambleas no constituyen una unidad armoniosa con un crecimiento vital iniciado fuera de ellas por la mayoría de personas que las forman, tampoco podemos aceptar de brazos cruzados lo contrario: que sean precisamente los momentos asamblearios los escogidos por algunos o algunas para dar rienda suelta a sus frustraciones, a sus carencias de otras relaciones sociales íntimas o comunicativas, o a sus animadversiones personales (afectivas) e ideológicas. De nuevo es comprensible que se demande a menudo más operatividad y diligencia en la realización de las asambleas. El tedio, la autocomplacencia y la violencia verbal desatada en algunas serían síntomas del rango de excepcionalidad y de aislamiento casi mítico que se le confiere a los encuentros asamblearios. Es decir, como si ese punto de un proceso social más amplio y diverso, tuviera tanta importancia (o tan poca) que nos olvidáramos de lo que sucede antes y después de él.

Si no queremos que la asamblea se convierta en una cárcel o en un espectáculo más, debemos ir preparados. Los temas que se van a debatir en la asamblea deben conocerse con suficiente antelación y, a la vez, su debate previo e informal puede facilitar mucho el entendimiento ulterior. Por supuesto, para debatir hay que informarse, contrastar ideas, escuchar e ir tomando algunas posiciones propias. De la misma manera, pueden anunciarse asambleas, comisiones o reuniones exclusivamente dedicadas a debatir o a generar la información necesaria para debatir, sin la presión de tener que tomar una decisión precipitada.

Otro de los prolegómenos con similar incidencia lo podríamos situar en las formas de convocatoria a la asamblea. El éxito de asistencia dependerá en buena medida de quién, por qué medios, con qué tema, en qué lugar y en qué plazos se llama, se incita o se ruega para que se junten. De igual manera que puede resultar superfluo y confuso que asista a una asamblea mucha gente si no ha existido debate previo (a no ser que se pretenda usar sólo como símbolo de protesta ante las autoridades o los medios de comunicación), también será bastante incierta la asistencia si no ha habido antes una mínima convivencia y conocimiento mutuo entre las personas convocadas, pudiendo interpretarse toda convocatoria unilateral como una conducción externa de sospechosas intenciones.

En una asamblea, por lo tanto, se participará cuando existan condiciones favorables que hayan ido fermentado lentamente con anterioridad a su celebración (así como otras, claro está, implícitas a su propio desarrollo). Para participar hay que tener, además, experiencia y confianza. Experiencia de haber participado y confianza en que vale de algo hacerlo. Un excelente sustrato para ambas se encuentra en los días y sucesos posteriores a una asamblea: bien porque en ellos se ha aplazado alguna decisión importante sobre la que no existía consenso (y no se aprobó por mayoría alguna), bien porque se han repartido responsabilidades y se han adquirido compromisos que deben materializarse antes de la próxima asamblea, bien porque los conflictos dialécticos en la asamblea se han sentido y permanecen como conflictos personales fuera de ella, bien porque ha quedado indefinida la fecha y sentido de la próxima asamblea, etc. Si no existe continuidad entre la asamblea y todo este tipo de cuestiones, volveremos de nuevo, creo, al aislamiento fetichista de la asamblea.

El no llevar adelante las decisiones tomadas en la asamblea (o no hacerlo tal como se especificó en la asamblea, o no haberlo especificado suficientemente) es, como bien se puede deducir, el principal ataque deslegitimador que le acecha, pero no el único. El hecho de que siempre unas pocas personas y las mismas cada vez, sean las que asuman compromisos, tampoco estimula mucho a que otras participen, adquieran experiencia y se creen lazos de confıanza mutua. El no enseñarse unos a otros lo aprendido, fuera también de la asamblea, o el no ayudarse material y económicamente, pueden estar haciendo de la asamblea una ilusión evanescente y con pies de barro...

¿Una jerarquía invertida y respeto a la autoridad?

Recientemente estuve en un Centro Social Okupado y Autogestionado de Sevilla, Casas Viejas-2, en el que se exhibía la siguiente inscripción: . Estaba graffiteada en el interior del portalón metálico de entrada y, aunque compartía poder evocador con otras pancartas y mensajes en las paredes de aquella nave, su efecto de despedida para todo visitante no dejó de llamarme la atención. También retuve en mi memoria un comentario de uno de los activistas de la okupación: la segunda parte del lema había molestado a algunas personas, por lo que, probablemente, ya tenía los días contados. Enseguida me pregunté si la decisión de borrar esa alusión a la, en entredicho, autoridad de la asamblea, había sido discutida en asamblea, si esas cuestiones se arreglaban en conversaciones informales y si alguna persona de otra asociación o colectivo o de otro movimiento social simplemente esquivaría el envite con una sonrisa de incomprensión ante esos gestos decorativos.

En realidad, la clásica consigna anarquista , presentada así de desnuda, siempre me ha parecido que encierra demasiada ambigüedad. Y, además, creo que las asambleas sí tienen alguna autoridad estimable debido a lo ya expuesto: son órganos voluntarios cuyos acuerdos nos vinculan y, por tanto, debemos respetar y materializar. Una tercera herejía es que no sólo serían rechazables autoridades no o emanadas de la asamblea: se podría ampliar la excepción -sin que se nos caigan los anillos por ello- incluso para aquellas autoridades que actúen de forma justa, transparente y sean revocables en todo momento, aún siendo designadas en un marco político con el que estemos en desacuerdo. Desde luego, no se puede cambiar la sociedad en dos días (o en dos asambleas) y lo anterior no obsta para que se pueda ejercer el derecho a la desobediencia legítima a cualquier autoridad o ley que consideremos injusta (bien por lo que hacen, bien por cómo lo hacen), argumentando y sopesando esto último justamente..

De acuerdo con esto, las asambleas, en buena parte de los colectivos que las adoptan bajo las modalidades expuestas, constituirían un órgano superior en una estructura jerárquica de decisiones, por mucho que instituyan en su seno la máxima igualdad u horizontalidad posibles. Aunque, conviene insistir en ello, ni las asambleas agotan la vida social u organizativa, ni de ellas -por sí solas- se pueden esperar grandes cambios sociales. Más bien, se debería hablar aquí de una jerarquía invertida, por oposición a aquellas organizaciones en forma de pirámide clásica en que las decisiones más importantes son tomadas por los menos y a las que se denomina, habitualmente, . Pero el autoritarismo, entendido como abuso de autoridad, puede ser un fenómeno que también se manifieste en el vientre mismo de las asambleas o en su entorno inmediato.

El término ‘autoridad’ guarda estrecha familiaridad con los de ‘autor’ y ‘autoría’, es decir, que se referiría al sujeto (individual o colectivo) de una obra (acción, opinión, discurso, norma...) Sólo el autor o autora puede actuar o presentarse, así como sólo él o ella puede delegar o ser representado. Una forma básica de autoritarismo se pone de relieve cuando alguien, ostentando alguna autoridad o cargo, se expresa en una asamblea (o fuera de ella) ejerciendo una opresión sobre las posibilidades de expresión de otros u otras. Podríamos extender la calificación de autoritarismo al hecho de que alguien o varios (las comisiones, portavoces o secretarios/as) en quienes ha delegado la asamblea algún trabajo puntual, se desvíen de lo encomendado, actuando en contra de los principios generales acordados en la asamblea o siguiendo únicamente sus propios intereses. Es una práctica, desde luego, más sutil y que no acostumbramos a denominar a no ser que asumamos la definición antes ofrecida: abuso de autoridad, es decir, abuso de la confianza, autonomía y delegación que ha sido autorizada por la máxima autoridad (el conjunto de quienes componen la asamblea).

En la asamblea, por lo tanto, se crea una autoridad (colectiva, para más señas). Un colectivo asambleario o un régimen político asambleario velarán por que ese proceso de constitución como sujeto colectivo no conlleve autoritarismos individuales o corporativos. A la vez, el respeto a la autoridad de la asamblea no significa negárselo, necesariamente, a cualquier otra autoridad siempre que ésta sea autorizada por la asamblea. Es, de hecho, común y necesario que se delegue o confíe en (comisiones, portavoces o secretariados) con suficiente libertad de actuación al tiempo que se garantice que puedan rendir cuentas a la asamblea ante sucesos conflictivos o cuando se les solicite.

Sólo con esta argumentación en mente me parece que es posible entender que no están muy desencaminadas algunas de las críticas que aducen los activistas de clásicas organizaciones piramidales en contra de los colectivos que se autodenominan vagamente como y . Aunque la intención de esas críticas se dirija a la línea de flotación del como opción política, podemos valorar aquí tales acusaciones sólo como rasgos perversos de un intrasigente manifiesto en posturas como las siguientes: sólo me interesa asamblea, no la de otros colectivos; basta con que exista una asamblea para que ya exista organización o activismo social; ningún delegado ni representante están permitidos para no traicionar la preeminencia de la asamblea; los contenidos debatidos en la asamblea o los autoritarismos interiores a ella se consideran secundarios a la realización ritual de la asamblea; se pueden hacer asambleas en cualquier lugar, de cualquier forma y sin ninguna preparación (en medio de una carretera, delante de la policía, etc.); sólo los individuos intervienen libremente en la asamblea, aunque sea evidente la existencia de organizaciones, corrientes de opinión, grupos, camarillas o , sobre los que no cabe discusión, etc. Por desgracia, el o la ardiente asamblearista construye así una identidad excluyente y escasamente autocrítica, y sus asambleas rara vez serán ejemplo o atractivo para personas más o menos próximas.

Para concluir ya: tal vez la paradójica condición de las asambleas, su apertura a las voluntades individuales implicándolas en la conflictiva y provisional configuración de una general, sea indisociable de todas esas (aparentes) fragilidades a las que hemos pasado revista. En particular, podemos convivir pacíficamente con nuestros mitos (el de la sociedad asamblearia, el del y el del , en los sentidos antes mencionados) o cuestionarlos y matizarlos todo lo que sea pertinente en cada contexto en el que se manifiesten. No obstante, como he intentado argumentar, nuestras virtudes y potencialidades podrían adquirir muchas en las asambleas si, al mismo tiempo, vamos poniendo en tierra muchos otros cimientos y construyendo desde prácticas más indeterminadas y menos burocráticas que las necesariamente exigibles para conseguir la de muchas asambleas- más satisfactorias relaciones sociales con quienes tenemos más cerca, por lo menos.

Miguel Martínez

Nota: Agradezco las valiosas críticas y sugerencias de Ana Lorenzo a dos borradores previos de este texto.

  • 31 de octubre de 2004 01:23, por asertivo

    llevas mucha razon M.M.,pero yo conocí la organizacion d los consejos obreros en la empresa donde trabajo y años despues te aseguro que aquella organización asamblearia la destruyeron los sindicalistas que la abandonaron y la hundieron con ayuda de la legalización de los sindicatos y muchos marcharo a cojer poltrona, los <>(movimiento asmbleario)desde aquel momento en que la representacion la asumió los sindicatos/listas, todo han sido retrocesos economicos, sociales,laborales,culturales(cada vez semos más borregos)se debate y se decide al margen nuestro y las informaciones cuando se nos da son falsas e insuficientes. particularmente pienso que la clase trabajadora y popular debe de reivindicar siempre el movimiento asambleario y, en una lucha constante perseverante perfeccionar la organización de los CONSEJOS OBREROS. es la única organizacion que yo conozca en la realidad que lucha contra toda autoridad que defiende la LIBERTAD en toda su dimensión, ademas estas asambleas se organizaban por lineas, secciones, talleres y,todas ellas estaban dotadas de uno u dos representantes segun cantidad,cualquier problema era tratado con responsabilidad y critica, cuando teniamos un problema general se convocava asamblea general de Factoria que en alguna ocasion se transformaba en comite de huelga y/o segun el caso en <> organizaba la huelga y/o enjuiciaba casos de abusos de autoridad de la empresa y revocacion de algun traidor ? que no defendia lo que su asamblea decidió, evaluando los aconteceres y escuchando al infractor, en estos casos incluso el director de factoria venia a la asamblea a exponer y a defender el tema, eso era poder, PODER, poder y union, ademas de cultura.

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