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Reflexiones sobre la muerte de un niño esclavo en Argentina

Se ha roto una tuerca. Se llamaba Ezequiel.

Se ha roto una tuerca. Se llamaba Ezequiel.

Cuando termina el día y el sueño empieza a vencerme, me gusta leer o ver en la televisión algo entretenido. Las personas que, por convicción, responsabilidad moral o simple obstinación, procuramos mantenernos informadas y denunciar lo que no conviene que se sepa, necesitamos una vía de escape para no perder la cordura después de todas las luchas, miserias y vergüenzas que pasan cada día ante nuestros ojos.

Con el tiempo llega un momento en que nos endurecemos, y sólo de vez en cuando una de estas noticias nos mata un poco más por dentro. Hoy he visto una de ellas. Ezequiel Ferreyra ha muerto de un tumor cerebral con sólo siete años de edad. Nunca hay consuelo suficiente para la muerte de un niño, pero su caso era muy especial; mejor dicho, por desgracia, nada especial. Era lo que en teoría no existe en ningún sitio: un niño esclavo. Sin embargo, vivía —si es que puede decirse así— en un país como muchos otros, más o menos libre, con mejor o peor protección para los trabajadores y con un supuesto sistema judicial que defiende los derechos de sus ciudadanos, categoría que, como en este caso, no siempre incluye a los niños.

Su trabajo era uno de esos reservados para los más pobres, para los que no cuentan. Para las piezas de la máquina, hijos a su vez de otras piezas de la máquina. Su función consistía en remover la sangre y el guano de las gallinas y manipular venenos para una empresa que vende huevos a grandes supermercados en Argentina. Su función en la vida era trabajar para los dueños de la máquina, esos que en su casa seguramente mantendrán el guano y los venenos fuera del alcance de sus hijos para que no enfermen, porque sus hijos son más hijos que los demás; por eso tendrán el último videojuego y un iPhone que habrá pagado Ezequiel con el tumor cerebral que le ha producido el trabajar para los dueños de la máquina y de sus padres.

Ezequiel no era un niño. Era un esclavo. Es decir, no ha sido niño, no ha sido persona, no ha sido nada. Sólo una tuerca de la máquina, y se ha roto. Habrá que tirarla y comprar otra.

Ana Atienza


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