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Chase Madar, The American Conservative

Samantha Power y la militarización del discurso de los derechos humanos

Samantha Power y la militarización del discurso de los derechos humanos

El progresismo estadounidense celebró con entusiasmo el nombramiento de Samantha Power en el Consejo de Seguridad Nacional. Después de ver cómo los altos cargos del Departamento de Estado eran ocupados por clintonianos más bien grises –Dennis Ross, Richard Holbrooke, la propia Hillary- llegaba, por fin, sangre nueva. Una profesora del Centro Carr para los Derechos Humanos de Harvard, autora de un exitoso libro contra el genocidio, intelectual de renombre y enérgica idealista. Y sin siquiera haber cumplido los 40. La blogosfera enloqueció. Con Samantha Power como consciencia crítica en materia de asuntos multilaterales, los derechos humanos volverían a tener su lugar en la política exterior de los Estados Unidos.

Con todo, convendría no darlo por hecho. Si en algún momento los «derechos Humanos» eran una categoría que equivalía a liberar prisioneros de conciencia y a documentar crímenes contra la humanidad, últimamente han pasado a tener una definición más amplia y controvertida. Ahora pueden significar, por ejemplo, ayudar a los marines a desarrollar técnicas de contra-insurgencia; a batir los tambores antes de un ataque aéreo -realizado con estricto cuidado, claro está-; o a cabildear –siempre en nombre de nobles motivos humanitarios- para que se incremente la presencia de tropas estadounidenses en naciones conquistadas.

La carrera intelectual de Samantha Power es un ejemplo altamente instructivo de la militarización del discurso de los derechos humanos. En 2002 se hizo un nombre con A Problem from Hell: America and the Age of Genocide (1). En este sorprendente éxito de ventas mundial, Power sostiene que durante los genocidios del siglo XX, los Estados Unidos dieron un paso al costado mientras la sangre corría. Ahí estarían, para probarlo, Bosnia y Ruanda. «¿Por qué los Estados Unidos se mantuvieron al margen con tanta indolencia?», se pregunta. Powers concede que se han hecho «progresos modestos a la hora de responder al genocidio». Pero se trata de progresos insuficientes. Lo que hace falta es defender con coraje la presencia de nuestas fuerzas armadas para prevenir catástorfes en materia de derechos humanas, su compromiso activo con lo que la jerga de la élite que controla la política exterior denomina «intervenciones humanitarias».

En las casi 600 páginas de su libro, Power apenas menciona aquellos genocidios de la posguerra en los que el gobierno de los Estados Unidos, lejos de mantenerse al margen, adoptó un robusto protagonismo. El genocidio que pemitió a Indonesia conquistar Timor Oriental, por ejemplo, obtuvo el expreso beneplácito del Presidente Ford y del Secretario de Estado Kissinger, quien se entrevistó con Suharto la noche anterior a una invasión ordenada y llevada a cabo con armas proporcionadas por los Estados Unidos. Durante el siguiente cuarto de siglo, la ayuda militar y el entrenamiento estadounidenses del ejército indonesio crecieron y contribuyeron al asesinato de entre 100.000 y 200.000 timorenses (las cifras y la caracterización de los hechos como ’genocidio’ provienen de un comité de investigación creado a instancias de Naciones Unidas). El libro de Power no dedica a este sangriento episodio más que una línea ¿Y qué decir del genocidio de campesinos mayas en Guatemala, otra masacre perpetrada durante décadas por una dictadura que, además del tácito apoyo de los Estados Unidos, recibió armas, entrenamiento en Fuerte Benning y cobertura de la CIA? Una comisión para la verdad impulsada por la Iglesia Católica y Naciones Unidas calificó a esta matanza programada como genocidio y estableció el número de víctimas en aproximadamente 200.000. Aparentemente, sin embargo, este no es un ’problema infernal’.

Las omisiones selectivas no acaban aquí. No hay una palabra en el libro de Power sobre el papel de la CIA en la masacre de cientos de miles de comunistas indonesios en 1955-1956 (acaso se trate de un prurito legalista, dado que los asesinados, al conformar un grupo político, no entraban en la singular definición utilizada por la Convención sobre Genocidio de Naciones Unidas). Tampoco hay pronunciamiento alguno sobre la cuestión básica de si las miles de muertes iraquíes atribuibles a las sanciones económicas estadounidenses de los años 90’ deberían considerarse genocidio. El libro es ante todo un lavado de cara histórico. Su retrato de una «política sistemática de no-intervención frente al genocidio» es ficticio (aquellos que encuentren trivial y demagógico señalar los deliberados puntos ciegos del análisis de Power acerca del papel activo de los Estados Unidos en estos supuestos harían bien en recordar que todas las tradiciones morales, del Talmud babilónico a Santo Tomás de Aquino, consideran los pecados por acción mucho peores que los pecados por omisión).

En realidad, la voluntaria ignorancia histórica de Power es el producto inevitable del medio profesional del cual proviene: el Centro Carr para los Derechos Humanos de la Escuela de Gobierno Kennedy (EGK), en Harvard. Es sencillamente imposible mantener el puesto de trabajo en el KSG denunciando el papel activo del gobierno de los Estados Unidos en diversos genocidios perpetrados en la posguerra. Este es el tipo de pataleo que es mejor dejar a anarquistas joviales como Andrew Bacevich o Noam Chomsky. Después de todo, nadie querría ofender a un coronel guatemalteco con el que posiblemente se cruce en los pasillos (la EGK tiene la inveterada tradición de albergar a criminales de guerra como profesores visitantes). Por otro lado, presentar a Estados Unidos como un gigante pasivo y benigno que debe asumir el papel que le corresponde en el mundo y derrotar al mal es un enorme halago al amor propio estadounidense y, aunque no coincida con la realidad, es funcional al punto de vista dominante en Washington.

Un país, después de todo, no adquiere una vasta red de bases militares en una docena de naciones soberanas del mundo para mantenerse al margen. Cualquiera que sea el parámetro que se escoja, la presencia de los Estados Unidos en el mundo durante los últimos cien años ha sido hiperactiva. Para Samantha Power, los Estados Unidos sólo pueden ser en el exterior una fuerza virtuosa. En este sentido, el punto de vista de la abogada en derechos humanos de Obama no difiere mayormente del de Donald Rumsfeld.

La confianza de Power en las virtualidades terapéuticas de la fuerza militar se forjó durante su experiencia como corresponsal en los Balcanes, durante los 90’. Para ella, esta guerra constituiría el alfa y omega de los conflictos étnicos y, en el fondo, de todos los genocidios. Ello explica que el bombardeo de Belgrado a manos de la OTAN en 1999 aparezca como un éxito sin paliativos que «probablemente salvó cientos de miles de vida» en Kosovo. Lo cierto, sin embargo, es que esta afirmación tiende a resquebrajarse año a año. El número estimado de kosovares asesinados por la minoría serbia se ha reducido de 100.000 a 5.000. Y dista de estar claro si los ataques aéreos de la OTAN evitaron más muertes o, por el contrario, intensificaron el derramamiento de sangre. Precisamente, es el ataque de la OTAN a Belgrado –un ataque que incluyó objetivos civiles y que Amnistía Internacional, algo tardíamente, acaba de calificar como crimen de guerra- el que apuntala la convicción de Power de que las fuerzas armadas estadounidenses poseen una capacidad casi ilimitada para salvar civiles a través de bombardeos aéreos, de manera que lo único que hace falta es coraje para ordenarlos. Recientemente, Power ha reconocido, acaso con reticencias, que «la guerra de Kosovo ayudó a dar cobertura a la guerra de Iraq, ya que difundió la falsa impresión de que las fuerzas armadas de los Estados Unidos eran invencibles». El problema es que ningún intelectual contribuyó como Samantha Power a propagar esta impresión.

A Problem from Hell ganó el Pulitzer a inicios de 2003. Los comentaristas estadounidenses, ávidos en colaborar con el nuevo escenario, se sintieron aliviados de que alguien les recordara el lado luminoso del uso de la fuerza militar durante la Operación Libertad para Iraq. Era evidente que Saddam Hussein, que había perpetrado actos de genocidio contra los kurdos, sólo podía ser aplastado mediante la fuerza militar ¿No teníamos acaso frente a los iraquíes un deber de invadir? ¿No habían los Estados Unidos permanecido demasiado tiempo como espectadores? Power, para su honra, no apoyó la guerra. Pero ha tenido mucho cuidado en no levantar su voz contra ella. Después de todo, es dudoso que hablar en una manifestación contra la guerra o sumarse a un colectivo pacifista como Code Pink (2) pueda ser una actitud «constructiva». Lo que es seguro es que no es una vía para hacerse con un sitio en el Consejo de Seguridad Nacional.

El fallido maridaje entre política militar y trabajo humanitario es también el tema del libro más reciente de Power, Chasing the Flame, una biografía de Sergio Vieira de Mello, el funcionario de la ONU asesinado junto a otras 21 personas por un hombre bomba en Bagdad unos meses despúes de la invasión de los Estados Unidos. La mayor parte del libro es una sentida y firme defensa de las victorias parciales y de los heroicos esfuerzos de Vieira en el realojo de refugiados en Tailandia, Líbano y los Balcanes. Vieira llegó incluso a desempeñarse como Alto Comisionado de las Naciones Unidas en derechos humanos, puesto en el que encontró la muerte después que George W. Bush le requiriera que encabezase la «presencia» de la ONU en Iraq. Que un alto funcionario de la ONU en materia de derechos humanos pueda ayudar a limpiar el terreno después de una invasión de los Estados Unidos que contravenía el derecho internacional podría resultar extraño a algunos observadores (basta pensar en el desconcierto e indignación que hubiera generado que un Alto Comisionado de la ONU en derechos humanos hubiera acompañado a los soviéticos en Afganistán, en 1979, con el objetivo de reconstruir la sociedad civil). Pero para Vieira, como para Samantha Power, no hay nada extraño en que profesionales de los derechos humanos puedan prestar servicio junto a un ejército conquistador, sobre todo cuando es el prestigio de la ONU –maltratada y despreciada, de hecho, desde el inicio de la guerra- lo que está en juego. Por otra parte, el Director de la Reconstrucción y de la Asistencia Humanitaria a Iraq, L. Paul Bremer –un norteamericano sencillamente encantador, que incluso habla una lengua extranjera- le había asegurado a Vieira que la misión de la ONU tendría un papel importante a la hora de decidir cómo se debería reconstruir el nuevo Iraq. En junio de 2003, Vieira llegó a Bagdad y se encontró, para su sorpresa, en una situación de absoluta falta de poder. Que Vieira y compañía pensaran que la insignia de la ONU podía tener otro destino que acabar como adorno de madera en un jeep de la compañia militar Blackwater, revela, más que inquebrantable idealismo, vana e infundada ilusión. La propia Power sostiene que la principal razón de Kofi Annan para enviar a Vieira a Bagdad fue hacerse con un lugar en el campo de acción para recordar al mundo la «relevancia» de la ONU. Pero para éste y sus colegas, esta confusión entre medios y fines tuvo consecuencias fatídicas y los sumió en una de las miles de tragedias sangrientas generadas por esta guerra. La enseñanza de todo esto es que cualquier empresa humanitaria ligada a una campaña de pacificación militar está condenada al fracaso: los miembros de las ONG’s que intervienen carecen de poder real y acaban oficiando de simple pantalla del ejército invasor.

Naturalmente, no es ésta la moraleja que extrae Powers. Ella aún confía en encontrar al Señor Guerra Buena. A día de hoy, de hecho, su cruzada por los derechos humanos favorita es un incremento de la guerra en Afganistán. Durante los últimos siete años, Afganistán ha sido para los progresistas estadounidenses la guerra «correcta». Pero a medida que el número de civiles y soldados muertos aumenta, que los talibanes se recuperan y que la carnicería se desplaza vertiginosamente a Pakistán, el cheque en blanco corre el riesgo de expirar. El ejército ha dejado de proteger a las numerosas organizaciones humanitarias que operan en Afganistán. Por el contrario, son más bien ellas las que apoyan a las fuerzas armadas, convertidas en colaboradores en las campañas de contrainsurgencia. Según un conocido veterano de este tipo de tareas en Afganistán, este cambio de panorama ha vuelto insostenible el trabajo humanitario. A pesar de ello, Power, al igual que otros progresistas estadounidenses, continúa apostando al «éxito» en Afganistán, sea lo que fuere lo que ello signifique.

El doble papel de Samantha Power como impulsora de los derechos humanos y como incansable abogada a favor de la guerra es todo menos una aberración. Hace tiempo que las élites vinculadas a la industria de los derechos humanos fueron normalizadas en función del estrecho corsé que impone la política exterior de los Estados Unidos. Sarah Sewell, recientemente nombrada responsable del Centro Carr para los Derechos Humanos de Harvard, ha escrito un obsecuente prólogo al nuevo Manual de Operaciones de Contrainsurgencia del Ejército y de la Marina. La idea que allí defiende es que el lenguaje de los derechos humanos puede ayudar a las fuerzas armadas estadounidenses a desarrollar mejor sus campañas de pacificación en los territorios conquistados. La Campaña para Salvar Darfur, más organizada que cualquier colectivo del movimiento pacifista de los Estados unidos, continúa exigiendo algún tipo de intervención militar en Sudán (con el apoyo verbal de Power), aunque el estatuto de genocidio de esta tragedia es dudoso y a pesar de que existe un consenso entre los expertos de que el bombardeo de Jartum en nada aliviaría el padecimiento de los refugiados. Mientras tanto, influyentes think tanks progresistas como el Centro para el Progreso de América también apelan a los derechos humanos en su demanda de un incremento de tropas en Afganistán: lo mejor para «comprometer» al enemigo.

La asunción de puntos de vista imperialistas por parte de la industria de los derechos humanos no es, por otro lado, un fenómeno exclusivamente estadounidense. La conquista de Iraq reclutó un apoyo entusiasta entre gentes como Bernard Koucher, fundador de Médicos Sin Fronteras y actual ministro de relaciones exteriores de Sarkozy, o Michael Ignatieff, ex cabeza visible del Centro Carr de Harvard y actualmente bien posicionado para convertirse en el próximo Primer Ministro de Canadá. Gareth Evans, ex ministro de relaciones exteriores de Australia y sonriente defensor de las masacres de Indonesia en Timor Oriental es tal vez el principal valedor intelectual del proyecto Responsabilidad para Proteger (conocido también como R2P, por sus siglas en inglés) un intento de incluir las intervenciones humanitarias en las actuaciones cubiertas por el derecho internacional. Los lamentos de Evans, quien acaba de dejar la presidencia del International Crisis Group, en relación con la guerra de Iraq, tienen que ver básicamente con la manera en que ésta ha erosionado la credibilidad de su idea estrella.

Naturalmente, la industria de los derechos humanos no se reduce a misioneros armados y a bombarderos controlados por ordenador. Human Rights Watch, por ejemplo, es una de las pocas organizaciones de derechos con prestigio en los Estados Unidos que ha criticado las incursiones de Israel en Gaza, a resultas de lo cual sus sedes en Oriente Medio y el Norte de África han sido duramente reprendidas, no sólo por los medios de comunicación de la derecha sino también por su propio consejo de directores. Sin embargo, todo hay que decirlo, las críticas de Human Rights Watch se limitaban a la manera en que Israel estaba acometiendo la guerra, más que a su decisión de lanzar un ataque (se cuestionaba, en otras palabras, el ius in bello, pero no el ius ad bellum).

Las organizaciones de derechos humanos pueden realizar un valiosísimo trabajo de visibilización y crítica de los abusos, pero son constitutivamente incapaces de asumir una posición clara en las cuestiones políticas de fondo. Ninguna ONG de derechos humanos relevante se opuso a la invasión de Iraq. En la medida en que su legitimidad y su financiación dependen de su capacidad de cultivar con esmero una apariencia de neutralidad, ninguna de estas organizaciones podrá sustituir el papel de una fuerza política explícitamente anti-imperialista. Mientras tanto, lo mejor y más brillante del pensamiento estadounidense no dejará de explorar maneras innovadoras de colocar los derechos humanos al servicio de una política exterior militarizada de pies a cabeza.

NOTAS: T.: (1) Hay trad. cast. de Alasdair Lean, Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio, Fondo de Cultura Económica, México, 2005. (2) Code Pink es un colectivo anti-militarista que actúa en diversas ciudades estadounidenses y que está integrado principalmente por mujeres.

Chase Madar es traductor de Verlaine y Buñuel y abogado de derechos humanos en Nueva York.

Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello

http://www.sinpermiso.info/textos/i...

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