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Resquicios nº 1

Sobre la energia nuclear y el estado militarizado: Bajo el volcán (Los Amigos de Ludd)

Sobre la energia nuclear y el estado militarizado: Bajo el volcán (Los Amigos de Ludd)

Reproducimos a continuación este texto de Los Amigos de Ludd, aparecido en el primer número de la revista Resquicios, acerca de los vínculos entre progreso técnico, dominio, armas nucleares, energía nuclear y militarización.


Bajo el volcán

Los amigos de Ludd

Si la historia de la energía está directamente ligada a la historia de la concentración del poder, se comprende que la energía nuclear concluye, aunque no de manera definitiva, la época en que el sometimiento de la sociedad a los imperativos técnicos había atravesado algunos estadios sucesivos fundamentales, sean estos la industrialización de la agricultura o la producción automatizada.

A través de la breve y fulgurante historia de la energía nuclear podemos ver que nace una nueva forma de disuasión que las clases dominantes imponen a las poblaciones. Si el dominio de la bomba atómica lanza la estrategia de la disuasión hacia el exterior -en medio de la tensa política de bloques de posguerra- la energía nuclear de uso civil impone una disuasión férrea en el interior, advirtiendo a la población de que las necesidades técnicas de energía, que garantizan su modo de vida, implican la alianza con un poder inmensamente destructivo. Esta dimensión doble de la industria nuclear supone además la escalada, que ya se anunciaba triunfante antes de la segunda guerra mundial, de las élites científicas hasta posiciones de poder, al lado de altos funcionarios, cuadros militares y grandes empresarios. El complejo industrial nuclear es lo más parecido a una guerra silenciosa conducida en el tiempo de paz, donde los espacios y enclaves destinados a su realización escapan a las leyes civiles e imponen un estado de emergencia que sus empleados viven como drama cotidiano.

Independientemente de su gestación en los sótanos del poder armado, la energía nuclear demuestra la debilidad de los límites entre lo civil y lo militar de nuestras sociedades modernas. En efecto, si finalmente se trata de la construcción de un Estado cada vez más fuerte que pueda defender los intereses de las oligarquías, si el mando y la división del trabajo deben responder a las necesidades de una sociedad fuertemente jerarquizada, entonces la acumulación de un poder cada vez mayor desdibuja las líneas de demarcación entre la capacidad de amenaza y destrucción, normalmente tributo de la fuerza militar, y las tareas rutinarias de la población civil, dirigidas a la intendencia y al mantenimiento de una enorme maquinaria de control. El establecimiento de una sociedad donde han vencido los criterios técnicos es en parte responsable de este proceso. El desproporcionado crecimiento de poder técnico en la sociedad moderna la disuade al mismo tiempo de imaginar siquiera una tregua o una deserción. La renuncia a este poder técnico y energético se contempla como una forma de alta traición, al igual que en la batalla no se pueden discutir impunemente las órdenes de los mandos, mientras todo se sacrifica al grandioso movimiento del aparato bélico.

Hemos señalado ya que nos parece engañosa la postura de rechazo unilateral al armamento nuclear sin cuestionar sus usos civiles (mayormente, la producción de energía). Pero de igual forma nos parece engañoso identificar unívocamente la negatividad de la tecnología nuclear con su dimensión militar, como si una vez desaparecida ésta, pudiéramos beneficiarnos de un uso civil y liberado de aquella. Bien mirado, quizá sea más práctico pensar que el proyecto nuclear es terrible y amenazante no sólo porque encierra el horror de la guerra atómica, sino también y ante todo porque ofrece la hipótesis de una sociedad utópica plena de energía, donde la paz se habría convertido en algo a lo que ya no merecería la pena sobrevivir. Un complejo nuclear civil, pacífico y desarmado, de alcance mundial; ¿no sería esa la peor de las pesadillas concebibles? El gran triunfo del poder atómico no ha consistido sólo en anular la vieja dialéctica de la guerra al erigirse en arma total de disuasión, sino en culminar el proceso de control tecnificado y vaciar la paz de todo contenido de emancipación real. Los científicos antinucleares de los años cincuenta y sesenta apenas comprendieron que la energía atómica no era tan sólo un instrumento destructor que podía estar a disposición de las peores ambiciones: la industria nuclear en sí misma encierra la posibilidad de una dominación social que, en gran parte, se ha hecho efectiva. La guerra nuclear es, ciertamente, una probabilidad apocalíptica, pero una pax nuclear, bajo control permanente, ¿no significaría igualmente el fin de nuestra especie, el fin del proyecto humanizados?

Es cierto que la construcción de esta «Babel nuclear», como la llamó Louis Puiseux, quedó en gran parte interrumpida ya en los años setenta del pasado siglo, pero sobre esto diremos algo un poco más tarde.

Por el momento, nos interesa insistir en que si bien el complejo industrial nuclear nació de la bomba y es la bomba la que en buena parte lo dirige, la industria nuclear forma una esfera específica de la organización técnica y estatal, y que sus rasgos merecen ser examinados como independientes de su primera motivación. Y esto reconociendo que dicha motivación conserva todavía su vigencia. De esta manera hay que señalar al creciente empleo de energía transformada industrialmente como un mecanismo para perfeccionar el control sobre los individuos, al igual que lo han sido el desarrollo de las tecnologías de consumo doméstico o el espectacular despliegue del transporte de motor de explosión.

Si no negamos la existencia de la gran conspiración nuclear militar, llevada a cabo más o menos de forma subrepticia, nos preocupa sobre todo que la nuclearización pueda proponerse como solución técnica dentro de las necesidades falseadas del actual mandato económico y estatal que padecemos. Es necesario pues que no desestimemos el programa nuclear civil en cuanto instrumento estratégico de las clases dominantes, sea para generar rentas o abundar en la propaganda de su capacidad científica de control.

Veamos, en este sentido, como el científico antinuclear Angelo Baracca examina el nacimiento del aparato nuclear civil en un libro aparecido recientemente en Italia:

la campaña de «Átomos por la paz», lanzada por el Presidente Eisenhower en 1953 es promovida activamente a partir de la homónima Conferencia de Ginebra de 1955 (...). Formalmente aquella campaña consistía en una operación de democracia, de progreso y de paz: comercializar y difundir por el mundo los reactores nucleares para un uso »civil», esto es para la producción de energía eléctrica. Se configuraba pues como una operación muy concreta, pero tenía a la vez una fuerte connotación ideológica, es decir, eliminar (al menos en la forma) la oscura valencia de muerte que pesaba sobre la energía nuclear, rehabilitarla y ennoblecerla, haciéndola salir (en determinados aspectos) del ámbito del secreto, misterio y reserva que la había caracterizado (pero que había garantizado evidentemente el monopolio estadounidense), y haciéndola volver a la común tecnología »civil»: y así transformarla en una »tecnología avanzada» (palabra que en la era postbélica asumía un significado mágico y un poder taumatúrgico), dotada de la capacidad de hacer salir a los países pobres del subdesarrollo.[1]

Baracca señala el hecho bien conocido de cómo la tecnología nuclear servía y sirve a la producción de plutonio, destinado a servir como combustible para la fabricación de bombas. A continuación explica como se resuelve esta doble dimensión práctica:

Para subrayar esta ambivalencia de la tecnología nuclear, hoy sería más oportuno hablar, así como de tecnología «civil», de tecnología «dual» (dual use technology). Naturalmente el paso de una a otra tecnología no es banal, sino que resulta un hecho asumido el que todas las potencias que se han provisto de armas nucleares han pasado a través de la construcción de reactores nucleares, y que muchos de los países (si no todos) que han tenido programas nucleares «civiles» estaban animados en realidad por las intenciones, o por las ilusiones, de realizar la bomba atómica: basta pensar que muchos de estos países eran ricos en petróleo o en recursos energéticos y eran pues los que menos necesitaban de la energía nuclear.

Aquí Baracca presenta un argumento que no nos parece del todo exacto [2]. Tanto Gran Bretaña como Francia, países que desarrollaron desde muy pronto el programa nuclear civil, estaban en aquella época ante una verdadera encrucijada energética y, desde luego, en torno a los años 1955 y 1956 sus suministros de petróleo a buen precio no eran algo absolutamente garantizado. Por otro lado Estados Unidos, ya desde la inmediata posguerra, había empezado a perder su papel como exportador de petróleo y la administración norteamericana se había preocupado de encargar informes sobre el futuro de los recursos energéticos. En cuanto a la URSS, ¿cómo olvidar que el proyecto de la energía atómica había sido ya un viejo sueño bolchevique desde los tiempos de Lenin?

Según Baracca, la nuclearización de un país como Francia se debería a una estrategia de grandes bloques: Francia debía ser el retén nuclear ante la amenaza del pacto de Varsovia.

En fin, sin rechazar en absoluto los argumentos de Baracca cuando señala:

Al inicio de su mandato Eisenhower promovió un proyecto de la Westinghouse con la Duquesne Lightning para construir un pequeño reactor (de energía) en Shippinport, en Pennsylvania, aprobado luego por la AEC (Atomic Energy Comission). Eisenhower estaba en cualquier caso más preocupado por el problema de la seguridad y de la carrera de armamento que de la energía nuclear. [3]

Queremos subrayar lo dicho anteriormente. A nuestro juicio el complejo nuclear energético no es meramente un aspecto residual y enmascarador de la gran geopolítica en tiempos de la guerra fría (y con posterioridad a esta época), la industria nuclear para uso «civil» merece un examen propio y específico. Este examen está necesariamente unido a la crítica de los factores que hoy hacen posible el aparato industrial de las naciones desarrolladas, donde el empleo de energía se convierte en un instrumento ideológico en cuanto oculta una vez más la irracionalidad económica y los métodos de opresión. Son estos últimos, en todo caso, los que cambian de forma y son llamados a camuflarse detrás de todos los programas nucleares, militares o civiles.

Para entender mejor los planteamientos previamente expuestos, deberíamos revisar el significado político y social de la explotación de la energía nuclear, resumiendo algunos de los argumentos y aportaciones adelantadas ya desde el amanecer de la era nuclear. Según los autores de Les servitudes de la puissance [4], la energía nuclear entraría en el contexto de una «penuria energética» generalizada. No era mera coincidencia que el programa «Átomos por la paz» fuera lanzado al año siguiente de que Estado Unidos pasara a ser importador de petróleo. Desde luego, y como ya hemos indicado, esto no contradice forzosamente la argumentación de Baracca, pero abre paso a una explicación del fenómeno bastante más compleja.

La energía electro-nuclear surgiría entonces como una verdadera energía de recambio en la nueva fase de expansión económica, después de las crisis de los años treinta:

La «gran» crisis de 1929 había ya presentado con fuerza el imperativo de una «salida energética de la crisis». No hay salida de la crisis sin poner a disposición de la producción y del consumo cantidades masivas y regularmente crecientes de energía a buen precio, medio de compensar por el crecimiento y la automatización de la producción el alza de costes de la mano de obra y de renovar el mercado, y sin franquear los límites técnicos y económicos ligados a las energías fósiles. En pocas palabras, sin reestructuración del equilibrio energético en beneficio de la electricidad. Lo nuclear será concebido como una de las vías ideales de esta electrificación de la sociedad. No hay salida de la crisis sin reconstitución de la renta y del rendimiento energéticos, lo que lo nuclear también permite, ya que instaura nuevas situaciones de monopolio: el ciclo de combustibles es la fuente de nuevas formas de renta, al igual que, pero sobre una escala mucho más grande, lo es el ciclo de la construcción de centrales del beneficio industrial [5]

La energía nuclear permite también una amplia deslocalización en el empleo de los recursos, ya que las plantas de energía o transformación de combustibles no están sujetos a las áreas geográficas donde se encuentran los yacimientos. Pero, además, el sueño y la utopía nuclear se prolongan en la utopía del reactor «regenerador» (capaz de producir más combustible del que consume). Como los autores ya citados afirman, la «regeneración» del combustible permite el sueño de la independencia total de todo límite físico, la independencia de la geología.

Desde finales de los años cincuenta hasta bien entrados los años sesenta se empezarán a desarrollar tecnologías de producción nuclear por parte de las diferentes potencias. El reactor nuclear, como nuevo convertidor de energía, pasará por diferentes fases experimentales, y cada país se esforzará por perfeccionar sus propuestas, aunque finalmente los avatares comerciales de cada modelo serán insospechados.

Como se sabe, fueron a finales de los años sesenta los reactores llamados de «agua ligera» los que invadieron el mercado, imponiéndose a otros programas de desarrollo que habían surgido en países como Francia y Gran Bretaña. El reactor de agua ligera, llamado así porque utiliza agua ligera como moderador de neutrones, en lugar de recurrir al agua pesada [6], era el principio motor del submarino nuclear Nautilus y desde la primera planta de generación de Shippingport (Pensylvannia), ya mencionada. Los reactores de agua ligera pueden utilizar agua a presión (Pressed Water Reactor) o agua en estado de ebullición (Boiling Water Reactor) y podrían ser considerados, con algunos matices, como los reactores de producción de energía menos complejos. Como explica Walter Patterson:

Al final de los años sesenta, iban alcanzando un liderazgo que pronto resultó prácticamente insuperable. Italia y Japón habían empezado con centrales Magnox importadas de Gran Bretaña; Suecia y Suiza habían empezado con modelos propios que se revelaron como un fracaso. Hacia 1970, sin embargo estas cuatro naciones habían cambiado su trayectoria definitivamente a favor de los reactores de agua ligera, ya fueran importados o de fabricación propia. En 1970, Francia hizo lo mismo. A pesar de su primera generación de reactores de gas-grafito, sólo semejante por su potencia a la de Gran Bretaña, Francia liquidó el linaje de los refrigerados por gas. [7]

Gran Bretaña había desarrollado sus reactores nucleares Magnox (llamados así porque el combustible se encuentra encapsulado en una aleación elaborada a partir del magnesio) en época temprana, en la planta de Calder Hall. Estos reactores eran refrigerados por gas (normalmente dióxido de carbono, o helio). El reactor Magnox tenía como objetivo producir plutonio destinado a la bomba, pero también se convertiría, como expresa Patterson, «en la piedra angular del programa nuclear británico».

Francia había desarrollado el reactor UNGG que utilizaba combustible natural. Se trataba de un reactor complejo que permitía la recarga de combustible sin necesidad de pararlo. La eficacia de estos reactores no era menor que la que podían ofrecer los reactores de agua ligera americanos, sin embargo serían estos los que se impondrían también en Francia. Como señala Louis Puiseux [8], el deseo de independencia energética del estado francés había acabado en la sumisión a la oferta norteamericana. Pero no sólo se trataba de una poco afortunada elección técnica, forzada por una situación de mercado, era también otro motivo de frustración para el proyecto gaullista de dicha independencia. Tal como señala Puiseux:

hay que subrayar que el LWR (reactor de agua ligera) al alimentarse de uranio enriquecido, que los americanos y los rusos son aún los únicos en el mundo que pueden producir, se presta a una perpetuación de la dependencia del Estado francés y de los países (consumidores) hacia aquel que proporciona a la vez la máquina y el combustible [...] [9]

En fin, las compañías Westinghouse y General Electric impusieron sus reactores de agua ligera ya a finales de los años sesenta. En España las primeras centrales construidas se basaban en estos modelos. La central de Almonacid de Zorita, que empezó a funcionar en 1968 era un reactor de agua ligera a presión (PWR) y la de Santa María de Garoña, un modelo de agua en ebullición (BWR). Todas las centrales que estaban en construcción por aquella época obedecían esta pauta, con la excepción de la planta de Vandellós, que era de tecnología francesa (un modelo GCR, reactor refrigerado por gas). [10]

En el período en que se estaba desarrollando la tecnología nuclear de «agua ligera» (entre 1953 y 1965), las preocupaciones se centraron en las reservas de combustible fisionable. Se estimaba por entonces que las reservas de uranio empezarían a escasear en torno al año 2000. De ahí la ansiedad surgida alrededor de los reactores regeneradores («breeders. Como se sabe, el reactor regenerador produce combustible fisionable, convirtiendo el uranio-238 en plutonio-239. Para lograr esto es preciso que un neutrón rápido entre en colisión con el uranio-238. Estos átomos a su vez se convierten en plutonio-239: durante la reacción se producen, en teoría, tres nuevos átomos de plutonio por cada dos átomos que se dividen y son quemados como combustible. Un reactor regenerador sería pues el convertidor de energía ideal, que produce más combustible del que consume.

Las dificultades técnicas con este tipo de reactores aparecieron enseguida. El diseño de estos reactores implicaba, como denunciaron desde entonces los antinucleares, la posibilidad de producir plutonio en grandes cantidades con vistas a la fabricación de la bomba. Por otro lado, y como es sabido, el plutonio es el elemento radiactivo más peligroso conocido, debido a su emisión de rayos alfa, cuyo poder de atacar y penetrar en los tejidos celulares está bien documentada. Más allá de estas terribles circunstancias, los reactores regeneradores dependen de una gran actividad de neutrones rápidos, lo que produce una enorme cantidad de calor. Para refrigerar estos reactores se ha utilizado metal fundido, generalmente sodio líquido. El inconveniente del sodio es su poder de reacción con el agua y con otros materiales. Una fuga de sodio en estas condiciones significaría un desastre inmediato. El reactor regenerador Phénix, de tecnología francesa, sufrió numerosas fugas de sodio líquido hasta que se decidió su detención.

El reactor regenerador, cuyo desarrollo está de momento estancado, sigue siendo no obstante la utopía tecnológica de los estados e instituciones pronucleares. Su combinación con las nuevas formas de tratamiento de residuos sigue siendo la oferta técnica de los que no renuncian a la empresa nuclear.

Para muchos estudiosos, la historia de la transformación industrial de la energía significa ante todo la historia de una degradación. Se piensa a menudo en las enormes obras acometidas, en los gigantescos desplazamientos conseguidos, en la movilización general de recursos y masas humanas que diariamente pone en marcha la economía industrial, pero no se tiene en cuenta la medida global en cuanto al empleo de energías que intervienen en el proceso. Dejando a un lado las consecuencias directas relativas al deterioro de los entornos naturales, si esto es posible, el empleo y la transformación de la energía en la economía industrial supone una desproporción creciente en la relación de medios a fines. Desde el punto de vista de una ciencia ecológica estricta, la quema de materiales combustibles en apenas dos siglos, acumulados en la corteza terrestre en el espacio de millones de años, significa una disparatada inversión de la ciencia económica en la que las bases materiales se volatilizan a favor de ideales vacíos como «crecimiento», «rentabilidad» o «libertad de mercado». Toda la teoría económica contemporánea se ha erigido sobre la falsedad y la tergiversación ya que cualquier economía que lo sea sabe que no puede maximizarse a espaldas de los procesos físicos de los que depende, es decir, no puede esquivar la materialidad y la continua necesidad de la regeneración de estos procesos. Las disfunciones de la naturaleza son el efecto de las disfunciones de esta teoría insensata, la materialidad de la naturaleza resurge de manera caótica desvelando la pobre metafísica de los sistemas económicos.

En la economía política de la energía esta cuestión se hace patente. Basta ver cómo la conversión de energía se ha convertido en el tótem y tabú de una sociedad que ha despilfarrado cantidades masivas de combustible con la única conclusión visible de la ruina de la biosfera. Las cantidades de carbón y de otros combustibles fósiles empleados para hacer surgir el moderno mundo industrial ha constituido un paso desproporcionado e irracional, en la medida en que las energías puestas a trabajar solo han resultado ser una parte muy menor sobre el total de las inversiones. Los termodinamólogos, aunque no tienen la última palabra, tienen mucho que decir al respecto. En consecuencia, ¿qué decir en relación a la energía nuclear? Con la energía nuclear la degradación energética por mano humana se amplía y se confirma.

La energía nuclear, desde esta perspectiva, tiene que atender dos cuestiones cruciales. La primera, la más evidente, hace referencia al despilfarro energético: como convertidor de energía y generador de electricidad, la fuga térmica en forma de calor hace del reactor nuclear un pésimo transformador energético (dos terceras partes del calor no se aprovechan en la generación de electricidad, lo que arroja un balance incluso por debajo de las centrales térmicas convencionales). Es evidente que el calor expulsado hacia el exterior por la planta nuclear tendrá repercusiones sobre el entorno. La segunda cuestión termodinámica ofrece una paradoja. Como han señalado otros estudiosos, los convertidores de energía nuclear son las primeras máquinas que encierran una tecnología tan poderosa que, por vez primera, los esfuerzos -de una dimensión inédita- han de ser dirigidos a frenar o contener ese poder devastador que se genera en el interior de un reactor. Esto constituye un contrasentido. El coste económico, técnico y logístico que supone la construcción y mantenimiento de una planta nuclear, sumado a los gastos de reprocesamiento, transporte, conservación de los residuos, etc., ¿no es en sí mismo un absurdo económico? Sin embargo los «argumentos económicos» no tienen tanto peso como algunos les quieren conceder, sobre todo cuando se trata del mantenimiento de una tecnología que puede legitimar el poder de las instituciones que, en el momento actual, han de sostener las nuevas formas de dominación social.

Los dirigentes de esta sociedad nunca serán conmovidos por los argumentos que pretenden restablecer las verdades de una supuesta rentabilidad. En primer lugar, hay que recordar que la rentabilidad es ya un argumento ideológico, que forma parte de los oscuros conceptos que rodean a la religión económica. Separada de consideraciones políticas e históricas, separada de su dialéctica con el medio natural, los llamados intereses económicos que afectan a las sociedades de hoy son sobre todo autorreferenciales, pues es imposible escapar a su círculo vicioso: desde ese punto de vista siempre habrá un cónclave de brillantes economistas que pueda defender la rentabilidad de tal o cual forma de energía ya que los caminos de la valoración del capital son insospechados. En segundo lugar, la energía nuclear y su tecnología vienen a confirmar, como ya hemos dicho, la escalada al poder de las élites de científicos, ingenieros y tecnólogos que han consolidado su posición al lado de las clases gobernantes. En ese sentido, la rentabilidad debe ser analizada también como creación de un nuevo tipo de riqueza que sirve a los intereses del Estado y el gran capital. La comunidad científica desvía hoy una gran cantidad de fondos para sus programas de investigación, que gran parte de dichos fondos acabe en los programas militares es lo mismo. Las estructuras de poder que se forman en torno al Estado, el Ejército y la Ciencia, son las garantes de las elecciones industriales que conducen la sociedad. Dichas elecciones están ligadas al mantenimiento de la dependencia de la sociedad de masas de todos los aparatos de asistencia que se les brinda desde el Estado y los servicios, sean estos públicos o privados. Por tanto, la tecnología nuclear, tanto como los abonos químicos, el transporte automóvil o el gran negocio farmacéutico, son vitales para mantener el control sobre masas enteras de población. En ese sentido, son enormemente rentables. Muchos ecólogos e izquierdistas se empeñan en querer desmontar la rentabilidad identificándose ingenuamente con los argumentos de los representantes del sistema, en este terreno están forzados a fracasar, ya que el éxito de esta sociedad consiste en mantener activa una gran degradación de recursos materiales y energéticos, como única forma de aumentar su poder de gestión sobre una cantidad creciente de crédito social y financiero. Cualquier paso hacia atrás en las formas del valoración del capital -sea mediante el ahorro, la búsqueda de eficacia global, la simplificación, la relocalización, etc.- le obligaría a ceder cuotas de gestión sobre los recursos materiales. Las últimas fases de la acumulación primitiva de riquezas nos conducen hoy, pasando por el saqueo del mundo campesino, la destrucción del autogobierno local y los bienes naturales, hasta tecnologías sofisticadas, opacas, altamente peligrosas, que refuerzan y consolidan la noción de control y gestión total, cuando la sociedad de masas es ya lo único que cuenta. Si la sociedad actual buscara ser rentable en el sentido en que muchos bienpensantes presentan el problema, esto exigiría la disolución inmediata de esta sociedad. Por esa razón, de momento, la tecnología nuclear puede seguir considerándose como una forma de energía rentable.

Hemos señalado, aunque sea veladamente, que el desarrollo de la energía nuclear confirma y extiende el poder del Ejército, el Estado y la Ciencia. Como la situación de privilegio del primer elemento es algo ya repetido hasta la saciedad por los movimientos pacifistas y antinucleares, nos parece tarea mucho más urgente y necesaria señalar como intervienen los otros dos elementos en este juego de fuerzas.

Desde los inicios del programa atómico militar los científicos y técnicos envueltos en dicho programa pasaron a ser el germen de una casta de funcionarios especializados en el secreto oficial, el ocultamiento de información y en el aislamiento del saber. A principios de los años cincuenta, el físico austriaco Robert Jungk recorrió algunas de las instalaciones y laboratorios donde empezaba a desarrollarse la tecnología bélica nuclear. De esto quedó un testimonio en su libro El futuro ha comenzado, cuando describe la atmósfera interna de secretismo y autocensura que reina entre los científicos del laboratorio de los Alamos:

Ni en sus casas ni entre amigos hablan de lo que hacen en los laboratorios. Cuando alguien menciona algo de lo que ocurre dentro de la zona de trabajos técnicos celosamente guardada, lo hace en términos anodinos, con los que disimula el carácter aterrador de los esfuerzos que se realizan allí para conseguir armas atómicas cada vez más perfectas. Análogamente a lo que ocurre entre los pueblos primitivos, que nunca llaman a sus monstruos por sus verdaderos nombres, así tampoco se habla aquí de pilas atómicas, sino de «ollas, y las bombas atómicas son «petardos» [...1. La enfermedad más temida en los Alamos es un «resfriado», el accidente de trabajo más peligroso, para evitar el cual se han adoptado innumerables medidas de protección; no es más que «una pequeña quemadura. Estas dos palabras tan corrientes en la vida cotidiana disimulan las nuevas y peligrosísimas intoxicaciones que causa la radiactividad.[11]

Jungk se entrevista con diferentes científicos, alguno de ellos, descorazonado por la imagen esotérica que pesa sobre ellos, le asegura:

Por lo demás, somos como todo el mundo -objetó otro de nuestros vecinos de mesa-. Nos gustaría que las gentes de fuera de aquí comprendieran de una vez que nosotros, los físicos y los químicos que nos ocupamos del átomo, somos unos mortales tan normales y corrientes como todos los demás. A juzgar por las cartas que recibo de algunos de mis amigos, se nos considera como si fuéramos una especie de brujos o, peor todavía, una especie de robots. Cuando salga de los Alamos cuente usted por el mundo que no llevamos capirotes de brujos, que no tenemos cerebros electrónicos dentro de nuestros cráneos, ni contadores de Geiger en nuestros pechos. No somos monstruos. No, Sir. [12]

Desde luego, Jungk salió de los Alamos, pero aunque no describió a estos hombres como brujos con capirote, ni como robots, lo que habría resultado tremendamente banal y engañoso, los dibujó años más tarde, en su libro El Estado nuclear, como un nuevo gremio peculiar, una «casta sacerdotal» -así los describía Lewis Mumford- investida de ominosos poderes y grandes responsabilidades. Así podía afirmar:

Respecto de los poderes de nuestro tiempo, el experto ha venido a ocupar la plaza en otro tiempo reservada a la gracia divina, mediante la cual los señores legitimaban lo que hacían y deshacían. [13]

Jungk describe a los investigadores nucleares como a un nuevo «clero», autoerigido. Un clero más cerca de Mefistófeles que de Dios, aunque alguno de ellos parezca querer defenderse de tal identificación. [14]

Tal vez sea este el lado más pintoresco de la jerarquía científica dentro de la nueva estructura del poder. Al fin y al cabo, la tecnología de la bomba podía justificar su secretismo y sus prerrogativas en la época de la guerra fría, por motivos obvios. Pero más allá de eso, la tecnología nuclear supone una especialización del conocimiento y una concentración de la responsabilidad de la gestión, que anula cualquier decisión política ante los imperativos técnicos.

En cuanto a la relación entre ciencia y poder atómico, los autores del libro Les servitudes de la puissance [15] establecen algunos rasgos destacables que nos interesa enumerar aquí.

En primer lugar, en la industria nuclear aparecen dos clases muy diferenciadas de trabajadores. Por un lado, trabajadores sin apenas cualificación; por otro lado, los científicos. Los autores vienen a decir que los técnicos y operarios intermedios tienden a desaparecer. La gestión pasa a manos de los «hombres de ciencia», normalmente, los físicos. El trabajo alcanza un grado de abstracción máximo. Se crea una élite nuclear directiva. «El proceso de trabajo energético se convierte el algo totalmente abstracto, tan extraordinariamente fragmentado y frágil que su síntesis no es posible ni a la escala de la central, ni a la del grupo productor de electricidad, ni siquiera totalmente a la del Estado».

En segundo lugar, el físico pasa a primer plano. El triunfo de lo nuclear supone el ascenso imparable del físico como científico vedette en la esfera del Estado. «Militar o civil, lo nuclear habrá sido en todas partes el instrumento de la ascensión al seno de las estructuras de Estado de la nueva élite científica de físicos».

Finalmente, los límites entre la fábrica y el laboratorio se difuminan.

En la fábrica-laboratorio nuclear el entramado técnico y científico asegura igualmente la mínima presencia de ejecutantes humanos, sometidos por otro lado a reglamentaciones tan severas que sus estatus de «trabajador libre» -que era una de las premisas del capitalismo- se desdibuja notablemente. La adscripción a la fábrica nuclear del operario parece indicar un retorno perverso y distorsionado de la vieja corporación preindustrial.

Pero la función desempeñada por la «casta» científica en el desenvolvimiento de lo nuclear no podría ser entendida sin aludir a las estrategias y las imposiciones que el Estado hace sufrir a las poblaciones. No nos convendría olvidar que el Estado nuclear, antes que nuclear, es Estado. Fred Cottrell, en su libro clásico Energía y sociedad, apuntaba una reflexión curiosa que tal vez tenga algo que ver con esta cuestión: «Los valores aprendidos en la familia de los mayores y vecinos, a veces excluyen las relaciones necesarias para la tecnología de alta energía. Tales normas pueden entorpecer las operaciones eficientes de la empresa y, si se las cumpliese estrictamente, hasta podrían tornar impracticable la nueva técnica. A la inversa, la adopción de nuevas reglas imprescindibles para las nuevas técnicas, muchas veces destruye por completo el sistema social existente. En esas circunstancias resulta casi imposible que exista una estrecha relación entre la moralidad y la ley, entre lo que se enseña en la familia y en el barrio y lo que exige el Estado. Lo que se ha enseñado a querer a la gente choca con lo que más adelante ésta descubre que tiene que hacer» [16].

Sabido es que la industria nuclear, de una forma peculiar según cada país, fue ampliamente apoyada -o incluso generada- por el Estado. Pero tal vez, no sea esta la cuestión más determinante. Es evidente que el Estado tendrá que obrar como garante último, en cuestiones de seguridad, control y medidas excepcionales con respecto a la industria nuclear, mientras que en muchos casos financia la red de infraestructuras. En un caso de una competencia técnica tan compleja, y de un peligro tan devastador, la imposición de la energía nuclear sólo puede ser obra del Estado. Por eso la energía nuclear es del todo ejemplar: demuestra de manera diáfana cuál es el verdadero carácter del poder público (desde luego, implicado en todas las demás elecciones técnicas e industriales, pero aquí en una dimensión mayor).

Cuando lo que Cottrell llama «sociedades de alta energía» se abren paso en la historia reciente, el Estado desnuda su rostro y se convierte en planificador y ejecutor de la destrucción concienzuda de las viejas relaciones sociales. No puede actuar de otro modo, está en su esencia, el poder público tergiversará sus intenciones, falsificará, utilizará todos los medios para suavizar las contradicciones que surgen entre la vieja moral relational y las imposiciones técnicas del presente. Pero si estas contradicciones no consiguieran ser domeñadas, se recurriría fácilmente a la fuerza armada.

La simbiosis entre poder del Estado y energía nuclear fue descrita con astucia e ironía en el opúsculo La nuclearización del mundo:

Así, por ejemplo, Pierre Tanguy, director del Instituto de Protección y Seguridad Nuclear en el Comisariado de Energía Atómica, ya citados en el transcurso del presente trabajo, quien, después de haber definido «el objetivo de la seguridad nuclear» como «el asegurarse de que en todo momento el nivel de riesgo sea lo suficientemente bajo para poder ser aceptado, demuestra irrefutablemente, aunque ahorrando con amabilidad al lector toda la senda de su razonamiento, que «sólo los poderes públicos están en condiciones de definir lo que debe ser el nivel aceptable. Por supuesto, ya que igualmente son los únicos que disponen de informaciones completas acerca de la naturaleza de aquello que debe ser aceptado; y por otra parte, también es cierto que quien impone una cosa es quien la define, y no quien no tiene más remedio que aceptarla. No entreteniéndonos más en la exégesis de los numerosos encantos que encubre este lacónico enunciado, hemos comprobado que la atenta escucha de los portavoces de la nuclearización permite que reconozcamos, por encima del guirigay más o menos cacofónico de las argucias técnicas, el lenguaje mismo, altivo y sin réplica, del Estado.[17]

La idea que se muestra en este ensayo es rotunda: o bien los antinucleares reconocen que el proyecto nuclear encierra ante todo el poder del Estado y su proyecto y lo declaran sin remilgos, pasando a engrosar las filas de los adversarios del Estado, o en caso contrario el antinuclearismo se queda, paradójicamente, en una petición de refuerzo y legitimación del Estado y, por tanto, del mismo proyecto nuclear. No podemos sino coincidir plenamente con esta idea.

La lucha antinuclear tendría que situarse pues en el terreno de conflicto histórico con el Estado y sus agentes, para recuperar justamente su legitimidad de lucha social emancipadora. 0 la crítica antinuclear se hace una crítica de la existencia del Estado, o no es nada.

Por otro lado, el proyecto nuclear revela su naturaleza antihistórica y totalizadora cuando secuestra el futuro y compromete a la sociedad a una eterna gestión de sus instalaciones y deshechos.

Tal y como declaraba un investigador en el libro de Jungk ya citado:

Todo lo que la Humanidad había creado hasta ahora se pasaba, se descomponía o se desmoronaba en un período de tiempo más o menos largo. En nuestro asalto a la materia hemos llegado a producir ahora algo que, si bien no es inmortal, tampoco es mortal en comparación con la duración media de nuestra vida. Un legado peligroso que sobrevivirá a todas las demás creaciones del hombre, un pedazo de casi eternidad», un pedazo de infierno. [18]

Como ya se ha mencionado en otras ocasiones, el tiempo nuclear no es de este mundo, aunque sea en este mundo donde tengamos que padecer la actuación y la degradación de sus ciclos. Citaremos a continuación un antiguo y bien conocido artículo del investigador ya mencionado, Alvin M. Weinberg, en que precisamente establecía la relación de compromiso entre el sistema nuclear y la sociedad contemporánea:

Nosotros, el pueblo nuclear, hemos hecho un pacto fáustico con la sociedad. Por un lado, ofrecemos -con el quemador catalítico nuclear (el regenerador)- una fuente de energía inagotable. Incluso a corto plazo, cuando usamos reactores ordinarios, ofrecemos energía que es más barata que la energía fósil. Por lo demás, esta fuente de energía, cuando se manipula de forma adecuada, es apenas contaminante. Los quemadores de combustible fósil tienen que emitir óxido de carbono y nitrógeno y probablemente emitirán siempre dióxido de sulfuro, por el contrario no hay razón intrínseca por la cual los sistemas nucleares deban emitir elementos contaminantes, excepto calor y restos de radiactividad.
Pero el precio que se pide a la sociedad por esta mágica fuente de energía es a la vez la vigilancia y la longevidad de nuestras instituciones sociales, a lo que no estamos muy acostumbrados
. [19]

Weinberg argumentaba, si se puede decir así, que al igual que existe una especie de «clero militar» permanente que nos guarda de la amenaza nuclear y asegura nuestra supervivencia, debería establecerse un tipo de institución sólida y constante que asegure la gestión del aparato nuclear civil. Para Weinberg esto exige la permanencia de las instituciones humanas. Rápidamente pasaba a establecer una comparación con la fundación de la agricultura y las técnicas agrícolas que, de alguna manera, establecía ya un tipo de compromiso permanente con la sociedad y la estabilidad de sus estructuras colectivas. En una nota aparte añadía: «El profesor Friedrich Schmidt-Bleek de la Universidad de Tennesse me señalaba que los diques de Holanda requieren un compromiso institucional a perpetuidad».

En fin, en este artículo, Weinberg se expresaba con una cierta desvergüenza -vemos que, por ejemplo, no considera la radiactividad como contaminante-, desvergüenza que quizá hoy le estaría vedada. Sin embargo, el poso de su argumentación sigue presente en las mentes y proyectos de los que apuestan por el programa nuclear. Por otro lado apunta a consideraciones sociales que nos parecen centrales. Compartimos la reflexión de los autores de Les servitudes de la puissance:

Con lo nuclear, el sistema energético capitalista se enfrente a un desafío de una relación con el tiempo fundamentalmente nuevo. Desafío tanto más terrible por cuanto el tiempo de lo nuclear, tal y como es pensado por sus promotores, se conforma al ideal del técnico: está desprovisto de pasión, exento de confrontaciones y de violencia, de eso que constituye la trama histórica de las sociedades existentes. Es neutro, totalmente disociado del tiempo histórico real. Y, no obstante, ¿qué es lo que puede garantizar el funcionamiento ininterrumpido de un vasto parque de instalaciones tan sofisticado en períodos de crisis acentuada, sino su militarización? [20]

Aquí comprobamos como el proyecto nuclear se cierra entorno al proyecto de la dominación social. El sistema nuclear constituye uno de los centros de la trama técnica de una sociedad totalitaria.

En nuestra historia más reciente, la catástrofe nuclear de Chernóbil, sucedida hace ya dos décadas en la extinta Unión Soviética, ha significado la revelación de la cínica autodefensa de un Estado ante los excesos de su poder técnico. Es evidente el pronuclearista que el Estado nuclear, enfrentado brutalmente ante la elección, tomará partido siempre por la salvaguarda de sus estructuras burocráticas y tecnológicas en detrimento de la integridad física y la libertad de las poblaciones. Si este hecho no es del todo evidente en períodos de aparente normalidad, aparece manifiesto cuando hay una disfunción grave en algún punto de la red. El holocausto de Chernóbil fue el acto final de una serie de ensayos importantes que habían menudeado desde los años cincuenta, y que entonces cobraron una nueva dimensión histórica. Para muchos tecnólogos Chernóbil, y su revelación pública, significó la derrota en la carrera vertiginosa de la nuclearización. La intensa propaganda, la manipulación y la ocultación, la represión estatal, habían sido hasta ese momento los medios de los que se sirvieron para imponer su proyecto. En Estados Unidos, con el incidente de Harrisburg en 1979, la lucha parecía ya perdida. El período de glaciación, como lo llaman los cronistas, en el que entró el desarrollo de la energía nuclear mediados los años setenta encontraría su puntilla en Chernóbil. Desde hace dos décadas, y de manera discreta, los promotores de lo nuclear han esperado con paciencia su momento para salir a escena.

La URSS, desde finales de los años sesenta del pasado siglo, se había esforzado en desarrollar un reactor de «agua ligera» y moderado con grafito, que se conoce como del tipo «canal» (luego se llamaría RBMK). Pronto abandonaron este diseño por considerarlo caro y se centraron en el desarrollo de un reactor de agua a presión, que se conocería como reactor WWER. Ambos modelos se basaban en las tecnologías norteamericanas. Durante los años setenta se desarrollaron diferentes modelos WWER. Sin embargo, y como se sabe, los soviéticos no llegaron a abandonar el proyecto del RBMK, pues veían en él ventajas en cuanto a la refrigeración. El primer reactor RBMK empezó a funcionar en 1973, con una potencia de unos 1.000 Mwe. Se ha dicho que los reactores de este tipo podían dar muchos problemas de seguridad: la complejidad de la red refrigerante es uno de los factores que inquietaba a algunos técnicos. Sea como fuera el reactor RBMK-1000 se convirtió en el reactor estrella del proyecto nuclear soviético.

Ni que decir tiene que la unidad 4 de Chernóbil que explotó en la madrugada del 26 de abril de 1986 era de la clase RBMK 1000, el inicio de la construcción de la central databa de 1970, y hasta 1983 no se puso en marcha, con la precipitación que caracterizaba en tantas ocasiones a la industria soviética. El accidente, imputado a múltiples negligencias técnicas y de gestión, sirvió como acicate para acelerar el hundimiento del imperio burocrático ruso. Desde los inicios de la revolución bolchevique, los líderes soviéticos habían soñado, entre otras cosas, con hacer de Rusia una verdadera potencia energética:

Antes de Chernóbil, no hubo adeptos más devotos y ansiosos de producir electricidad a partir del átomo que los constructores de la potencia nuclear soviética. Es cierto que la lista de lo que habían logrado era admirada y envidiada a veces por los funcionarios nucleares occidentales como evidencia de que la energía nuclear era una forma posible y segura. La dedicación de los encargados nucleares soviéticos había sido, ciertamente admirable. Los científicos e ingenieros soviéticos habían superado la terrible devastación y los aprietos económicos que el país había sufrido durante la segunda guerra mundial y, en 1949, habían producido plutonio en un reactor suficiente para hacer una bomba atómica. En 1954 construyeron el primer pequeño reactor nuclear en el mundo para proveer electricidad a una comunidad, y en la actualidad, a diferencia de Norteamérica, donde no se ordenó la construcción de ninguna planta nuclear durante una década, la Unión Soviética tiene el programa de construcción nuclear mayor del mundo.[21]

Los autores de este comentario abundan en la idea de que el creciente potencial industrial de tecnología nuclear en la Unión Soviética fue estimulado por el deseo de remplazar a los combustibles fósiles en la generación de electricidad hacia finales de los años setenta. Para los planificadores soviéticos el desarrollo de lo nuclear era un factor clave para el desarrollo económico. El reactor RBMK había sido casi obra exclusiva de la ingeniería soviética, de lo que se sentían orgullosos.

La triste historia del RBMK 1000 que funcionaba en la unidad 4 de Chernóbil ha sido contada docenas de veces. El 25 de abril se había dispuesto programar la reducción de potencia del reactor con el fin de realizar una prueba de seguridad. Después de una serie de torpes maniobras y de negligencias en los protocolos de actuación, el reactor llegaría a provocar dos explosiones bastante seguidas en las primeras horas de la madrugada del día 26. Lo que siguió no se llegó a saber con cierta exactitud sino bastante tiempo después. Los medios oficiales soviéticos silenciaron el hecho tanto como pudieron; durante diez días se combatió el tremendo incendio que se había declarado en la unidad. Fueron los equipos técnicos suecos los que primero detectaron que se había producido una enorme fuga de radiactividad en la atmósfera, y de inmediato alertaron a las autoridades internacionales.

El 27 de abril un parco mensaje había servido para iniciar la evacuación de la ciudad de Prípyat:

Camaradas, en relación con el accidente de la central nuclear de Chernóbil, se anuncia la evacuación de la ciudad. Llevaos vuestra documentación, la ropa esencial y comida para tres días... La evacuación empezará a las 14.00 horas. [22]

Este escueto aviso caricaturiza hasta lo grotesco las verdaderas consecuencias de lo que sería la mayor catástrofe industrial de todos los tiempos. La batalla de Chernóbil, como la llamarían, ha sido objeto de reconstrucciones detalladas y minuciosas. La contaminación expulsada desde Chernóbil llegaría afectar a tres cuartas partes del territorio europeo. Aparte de miles fallecidos en los primeros años, a principios del siglo XXI se estimaba que aproximadamente siete millones de personas habían sido afectadas por la radiación y sufrían sus consecuencias.

Como en los tiempos en que se reveló al mundo el desastre nuclear de los Urales sucedido en 1957, la opinión occidental interesada tuvo que adoptar una cuidadosa estrategia de distracción de la crítica. Si en un primer momento condenar Chernóbil de manera unívoca implicaba el riesgo de llamar la atención sobre la amenaza nuclear al otro lado del telón de acero, siempre quedaba el recurso de achacar el siniestro a la opacidad de la «tecnología marxista», fruto de un régimen totalitario donde el secretismo había convertido la misma actividad científica en un instrumento en manos de una élite irresponsable.

El mismo Medvedev, en su libro ya citado, deja ver que la elección de un modelo anticuado y poco seguro como es el reactor RBMK 1000, vino impuesta por criterios poco fiables y que, tal vez, en una economía libre, equilibrada por la concurrencia, los mecanismos de mercado podrían haber ayudado a afinar los criterios de selección:

Si más tarde se dio prioridad al RBMK no fue por su eficiencia económica, su seguridad o por el apoyo institucional, sino porque, a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, a la industria soviética le resultaba mucho más fácil construir su diseño, bastante menos sofisticado. El diktat de los productores sobre los consumidores, señalado por la glásnost como la debilidad principal de la economía soviética, resultó ser importante a la hora de dar una nueva expansión a un modelo técnicamente obsoleto. [23]

Es cierto, por otro lado, que la URSS y sus países «adjuntos» constituyen el espacio físico que ha podido sufrir una mayor agresión ecológica en algunas pocas décadas de su historia industrial reciente. Es cierto que este hecho vino estimulado por el bloqueo y la represión del menor atisbo de crítica. Allí, por razones obvias, no pudieron actuar los mecanismos de autodefensa ambiental que intervienen desde los años cincuenta en Norteamérica y, algo después, en Europa. ¿Constituye esto un argumento de peso para la autoindulgencia occidental? Seguramente no debemos tomar a broma las políticas medioambientales que han adoptado los Estados occidentales merced a la presión de algunos sectores de la ciudadanía. Pero un análisis un poco más aguzado muestra que este conservacionismo consensuado sólo puede servir para aplazar el desastre, no para evitarlo. Ni siquiera es seguro que el tiempo ganado -que es bien poco- sirva para abrir paso a una conciencia que pueda imponer condiciones nuevas en un terreno de lucha que se va volatilizando. El medioambientalismo defensivo e institucional ha pasado a formar parte, en el mejor de los casos, de una estrategia de adaptación de las poblaciones al caos ecológico cada vez más presente. Esta es la lección terrible de nuestra sociedad abierta occidental.

Una vez desaparecida la Unión Soviética, y pasados algunos años después de Chernóbil, las informaciones sobre la destrucción medioambiental y sanitaria de Rusia empezaron a emerger a la luz. Seleccionaremos aquí una única muestra de la literatura de la época:

Cuando los historiadores hagan por fin una autopsia de la Unión Soviética y el comunismo soviético, es posible que lleguen a la conclusión de muerte por ecocidio. [24]

El artículo que seguía a este comentario daba cuenta de manera sumaria de muchos de los atentados ecológicos y sanitarios producidos en la Unión Soviética. Esta sociedad exhausta, heredera del estalinismo, se convirtió finalmente en el primer experimento viviente de una catastrófica gestión del medio físico y los recursos energéticos. La degradación ambiental de la URSS se produjo a la sombra de un Estado autocrático y su burocracia manipuladora.

Como en el terreno de la dominación social, la URSS se reveló ineficaz para dirigir la dominación de la naturaleza. A diferencia de los estados capitalistas, los aparatos de poder soviético no supieron dinamizar su capacidad de gestión: ignoraban que el tráfico relativamente fluido de información constituye el único mecanismo que puede agilizar la competencia de las funciones y aislar los efectos de posibles desequilibrios. En el mundo moderno sólo un régimen que pueda integrar la crítica en sus instituciones puede aspirar a imponer globalmente su criterio geopolítico, o mejor dicho, su forma particular de ecocidio. Por eso es posible pensar que el ecocidio occidental carecerá de espectadores y de aquellos que puedan esbozar una autopsia.

Concluiremos este capítulo apuntando brevemente algunas posibilidades que sugieren, en el horizonte próximo, el renacimiento de los programas nucleares. [25]

En primer lugar, y como hemos adelantado ya, los pronuclearistas llevan años agazapados, a la espera de que los vientos institucionales y estatales cambien de rumbo y se pongan a su favor. En el momento actual se barajan múltiples factores, y el llamado debate sobre la crisis energética propicia que los promotores de lo nuclear puedan acariciar nuevas esperanzas.

De momento, se espera que las viejas carencias técnicas puedan ser superadas. En cualquier caso, el optimismo científico en torno a estas cuestiones carga sus tintas, ya que, tras treinta años de degradación ambiental bien avanzada (¡la crisis climática!), incluso su vieja y siniestra quincalla nuclear puede resultar un alivio novedoso a la «falta de alternativas», ante el desastre que se avecina.

Los investigadores nucleares resurgen de la sombra, se convierten en los nuevos promotores de la opción equilibrada, razonan serenos, parecen saber lo que necesitamos:

Sólo la energía nuclear podrá satisfacer las necesidades de energía a largo plazo de la humanidad sin perjudicar al medio ambiente. Para que la producción de energía nuclear se pueda mantener a gran escala, las existencias de combustible deberán durar mucho tiempo. Se conseguirá si el ciclo de producción de la energía nuclear posee las características que brindan los reactores RAML y la piro-metalurgia. Parece el momento de tomar un nuevo rumbo hacia una manera más sensata de generar energía.[26]

En los últimos años se han elevado voces científicas e instituciones a favor de reactivar la industria nuclear, en parte como solución a la crisis de la energía, en parte como solución a la llamada crisis ambiental. En el territorio español, el gobierno socialista parece sondear tímidamente la opinión pública, mientras que desde órganos oficiales como el Ciemat (Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas), el Foro de la Industria Nuclear Española, Enresa (Empresa Nacional de Residuos Radiactivos) o el comité de Energía del Círculo de Empresarios, hay una ansiedad por despejar dudas y tratar el tema nuclear como asunto de primer orden. Para los gestores de Enresa, la cuestión de cómo encontrar un lugar donde depositar y unificar todos los residuos nucleares que dentro de pocos años desbordarán las piscinas de las plantas es ya una cuestión urgente. Esta cuestión eminentemente práctica no parece asustar a sus directivos, seguros de que los municipios concursarán finalmente por llevarse la enjundiosa subvención. En cualquier caso, esta cuestión del «almacén nuclear» sacudirá sin duda muy pronto la actualidad nuclear y antinuclear.

Las voces ecologistas se empeñan en dar por enterrado el proyecto nuclear ibérico, o casi. Sin embargo, cada vez son más numerosos los signos que delatan un posible retorno, aunque sea en un horizonte lejano. Empeñados en ver en la tecnología nuclear una forma cara de producir energía, los ecologistas no advierten que ese sería uno de los atractivos que pueden contar a los ojos de los que hacen cálculos y esperan multiplicar el fruto de sus inversiones [27].

Si la tecnología nuclear atraviesa un período glacial del que quizá no salga nunca, no será a causa de sus desmedidas pretensiones económicas, sino porque no logre movilizar a su favor a los distintos agentes de la propaganda estatal, mediática y científica. Baste citar el ejemplo de una entidad como ENSA, creada en España en 1973, con el objetivo de diseñar tecnologías nucleares de sello nacional. ENSA no se ha arruinado precisamente durante estos años; aunque ha desarrollado otros proyectos tecnológicos no nucleares y se ha enriquecido con ello, no ha desechado seguir diseñando tecnología para lo nuclear. Ha colaborado en la construcción de plantas y reactores en el extranjero, en Europa del Este, pero también en Francia. De hecho, Ensa colabora hoy con Francia en un reactor que está en construcción en Finlandia.

Tal vez la reapertura de un mercado de tecnología nuclear, que vendría dada por la luz verde a los programas nucleares, no cumpla totalmente la expectativas de muchas empresas, pero no hay que desestimar el interés industrial y financiero que existe detrás de este posible renacimiento. La propaganda nuclear, además, encuentra su apoyo más grosero, pero por ello tal vez más eficaz en las actuales circunstancias, en algunos agentes mediáticos que no dudan en asociar energía nuclear con producción limpia, en un mundo donde las oligarquías aspiran a mantener posiciones ventajosas en la gestión del caos ecológico y social.

El proyecto nuclear, por todo lo expuesto anteriormente, sigue siendo uno de los instrumentos más eficaces con el que estas oligarquías puede contar para perpetuar su mandato.

Notas

[1] A volte ritornano: Il nucleare. La proliferazione nucleare ieri, oggi e sopratutto domani, Angelo Baracca, Jaca Book, 2005

[2] Baracca vuelve a insistir en ello en las páginas 118-119.

[3] Ibidem, pág. 113.

[4] Les servitudes de la puissance. Une histoire de l’énergie, Debeir, Deleage y Hémery, Flammarion, 1986. Ver el capítulo «A la recherche d’une issue: genése et servitudes du nucléaire».

[5] Les servitudes..., pág. 271.

[6] El agua pesada se produce a partir de un isótopo más pesado del hidrógeno. como el deuterio. (N. del A.)

[7] Walter Patterson, La energía nuclear, Blume. 1980.

[8] La Babel nucléaire. Énergie et developpement, éditions Galilée. 1977

[9] lbidem, pág. 119.

[10] Ver el libro Nuclearizar España de Pedro Costa Morata, Troya, 2001, publicado originalmente en 1976. (N de los A)

[11] El futuro ha comenzado. Anverso y reverso del poderío de Norteamérica, Editora Nacional, 1953, pág. 167.

[12] Ibidem, pág 165.

[13] El Estado nuclear, Crítica, 1980, pág. 56.

[14] Hablando de Alvin M. Weinberg, uno de los más célebres innovadores nucleares, Jungk señala: «Weinberg se ha comparado con Mefistófeles, el tentador diabólico. En 1973 en una controversia que tuvo lugar en Luxemburgo, dejó entender que conocía una versión de la tragedia en la que Fausto concluía un pacto no con el diablo, sino con Dios. (N. de los A)

[15] Ver el capítulo citado más arriba.

[16] Energía .y sociedad, Buenos Aires, 1958, pág. 276.

[17] Página 105. Este libro, escrito por Jaime Semprun, apareció por primera vez en Francia en 1980, sin firma. Fue reeditado en 1986, en Champ Livre, ya firmado. En España apareció traducido al castellano en la editorial Anagrama, en 1981, de donde extraemos la cita. (N. de los A.)

[18] El futuro ya ha comenzado, pág. 197.

[19] «Social institutions and nuclear energy», Science, julio de 1972, vol. 177.

[20] Les servitudes..., pág. 279.

[21] Esta cita está extraída del artículo <Los especialistas rojos» contenido en el libro Chernobil. ¿El fin del sueño nuclear?, Nigel Hawkes y otros, Planeta, 1987. (N. de los A.)

[22] Recogido del libro El legado de Chernobil de Zhores Medvedev, Pomares-Corregidor, 1991, pág. 175. Este libro presenta una buena reconstrucción de los hechos y una detallada información en torno a las consecuencias globales del desastre, aunque sus datos se refieran únicamente a los primeros años después del accidente. También se presenta una reconstrucción del accidente en El dilema nuclear de Carlo Rubbia, Crítica, 1989.

[23] El legado de Chernobil, pág 267.

[24] Extraído del artículo «Ecocidio en la antigua URSS» de Murray Fesbach y Alfred Friendly jr., publicado en Política Exterior n° 31, año 1993, órgano de la propaganda liberal y socialdemócrata. (N. de los A.)

[25] Ver el artículo «La propaganda nuclear y su segunda infancia» en Los amigos de Ludd u 8, febrero 2005.

[26] Extraído del artículo «Residuos nucleares» por William H. Hannum, Gerald E. Marsh y George S. Stanfor, en Investigación y Ciencia, febrero de 2006. En el artículo los autores defienden la propuesta del reactor avanzado de metal líquido RAMI, junto con los procedimientos experimentales de retratamiento del residuo mediante la pirometalurgia, corno verdadera alternativa nuclear. (N. de los A.)

[27] No se acaba de entender esta esperanza de los ecologistas de que las tecnologías sofisticadas y amenazantes fenezcan bajo el peso de su enorme precio monetario. Ver a este respecto el artículo «Una energía cara y en declive» de Francisco Castejón, en Ecologista n.41, 2005. (N. de los A.)

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