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Llum Quiñonero

Nosotras que perdimos la paz

Nosotras que perdimos la paz

Sacado de Pensamiento Crítico

Lo que sigue es parte de la intervención de la periodista Llum Quiñonero en la presentación de su libro Nosotras que perdimos la paz
(Madrid, Foca Ediciones, 304 páginas, 21 euros) el pasado 11 de octubre
en Madrid. La obra se acompaña de un DVD con el reportaje de la autora
del libro “Mujeres del 36”, emitido por La 2 en su espacio La noche temática,
que rescata la historia de las cuatro protagonistas del libro y de
otras mujeres que quedaron del lado de los que perdieron la paz.

Esta noche, en esta sala, aunque se escuche mi voz, tienen la palabra
Rosa Cremón, Conchita Liaño, Trinidad Gallego y Concha Pérez. Todas
ellas son nonagenarias y han hecho el recorrido de su vida 
desplegando la vitalidad y la fuerza que habían heredado de sus propias
madres.

A Trini, nieta de una portera del barrio de Salamanca, su abuela le
dijo en la prisión de Ventas donde estaba con ella encarcelada: «Que no te echen encima todo lo que eres capaz de resistir».
Pero el deseo de la Trinidad abuela no fue bastante para que se
cumpliera. Y Trini, como tantas otras mujeres, sobrevivió a la cárcel,
a la persecución, al acoso, a las violaciones repetidas, a la soledad,
al trabajo extenuante. Aunque llegó a estar debilitada y postrada de
tal modo que perdió las ganas de vivir, reunió fuerzas de la particular
herencia de su propia biografía y de la sangre que todavía corre
caliente y enérgica por sus venas. Una comunista a carta cabal,
militante de barrio, matrona, enfermera, llena de historias demasiadas
veces al borde de lo realmente insoportable, generosa, valiente y con
un humor a prueba de dictadores. Trini debería estar sentada a mi
lado para que oyerais el brío de su voz, para que disfrutarais de sus
palabras, como yo lo he hecho infinidad de horas en estos últimos nueve
años.

Pero su historia la venimos a contar ahora, treinta años después
de que el dictador que impuso el terror en la vida cotidiana de la
gente fuera enterrado en un mausoleo construido por sus propios
prisioneros. Trini tiene 92 años y vive en Barcelona. Os manda a todas
un abrazo grande. Dice que se acaba, que se le va la vida, pero que la
ha vivido cada día a conciencia. Sé que es del todo cierto.
Quiero hablaros también de la dulce Rosa Cremón, la brigadista
Internacional que abandonó su casa en una cuenca minera de la Lorena y
se vino a España a luchar por la República. Tenía 20 años y nunca se
despidió de sus padres. Pasó 14 años en las cárceles de Franco y siguió
viviendo en la soledad de quien no puede pronunciar su propio nombre.
Vive en Barcelona desde hace dos años, en una clínica geriátrica donde
cada mañana la levantan y la ponen mirando al sol y ella sonríe porque
ya no recuerda casi el nombre que durante años tuvo que negar. Vivió en
Madrid y conoció la prisión de Ventas y la de Segovia. Después se fue a
Cataluña, buscando el anonimato que la protegiera.
Quiero presentaros también a la anarquista Concha Pérez, hija de
anarquistas, miliciana y obrera cenetista. Vive en Barcelona y os manda
muchos besos.

Su deseo es que cada una de nosotras sepa que la lucha
merece la pena porque la libertad es lo que da sentido a la propia
vida. Participó en la construcción de la fugaz y trágica utopía
anarquista, pero su lucha la cargó de luz para el resto de sus días.
Vive sola en un pequeño piso en Barcelona y, cada día, amigos de antes
y de ahora la siguen visitando para disfrutar de su compañía.
«Que quede constancia de nuestra lucha, que los jóvenes sepan nuestra historia que la sientan como propia», me pide que os diga. «Que no se repita el terror, que sepan valorar la libertad que ahora disfrutamos, y el precio que pagamos por ella».
 

Quiero también que tengáis conmigo la suerte de acercaros a una mujer
efervescente. Ella es Conchita Liaño, fundadora de Mujeres Libres. Aún
se siente parte de las Juventudes Libertarias y atesora lo que ella
llama el privilegio de haber luchado por los derechos de las mujeres
desde que empezó a valerse por sí misma, a principios del siglo XX.
Ella vive en Caracas y se olvida de que tiene un cuerpo anciano que no
la acompaña siempre. Casi no ve, pero corre como un galgo, a pesar de
que sus piernas no le prestan la vitalidad que guarda en su corazón.
Sube a los autobuses a tientas y cruza las calles repletas de un
tráfico caótico. “Abuelita, vaya con cuidado y que Dios la bendiga”, le gritan al esquivarla. “¿Acaso Dios existe”, les contesta ella, que en
su búsqueda pertinaz también a él le ha buscado. Es testaruda,
chispeante, insólita, como si en su ADN hubieran incluido más vidas que
la suya propia y todas fueran dotadas de la máxima energía.

Conchita,
que se siente como un personaje de Dovstoieski, no pierde ripio de las
batallas que se libran en el mundo y en ese país que la cobija. Se
muere de risa cuando su hija le reprocha su tozudez en formar parte de
los desposeídos, porque así ha vivido su vida, sin un duro. Echa pestes
contra los poderosos del mundo y los dueños del mercado y del petróleo.
Querría morirse en este su país, pero su patrimonio no le permite
semejante privilegio. Lleva en su exilio venezolano desde el final de
la II Guerra Mundial. Padece un cáncer de piel que, despacio, va
haciéndose con su cuerpo anciano. Va siendo hora de que vuelva.
«Cuando era jovencita -dice-
creía que la vida era un don precioso que había que aprovechar. Yo no
sabía qué hacer para que cuando fuera vieja estuviera orgullosa de mí
misma. Ahora sé que fui útil. Ver a las mujeres en la tele española tan
hermosas, tan dispuestas, discutiendo, hablando, trabajando, me llena
de orgullo. Siento que he contribuido a que tengan la libertad que
disfrutan. Las veo y me alegro y salgo a la calle. Me acuerdo y me
parece que floto. ¡Cónchole, que alegría!
¡Cuánto hemos logrado!».
«Disfruten de su libertad»,
me pide que os diga. Y que os mande el abrazo de quien desde la lejanía
de un exilio difícil de romper se siente parte y artífice de nuestras
conquistas.

La peripecia de la vida de cada una de ellas es la historia de la
generación que nos precedió y quiso vivir en democracia. Las busqué
durante años porque necesitaba conocerlas, escucharlas, sentirlas.
Nací en 1954. Crecí en un escenario repleto de silencios. Al lado de la
casa de mis abuelos, donde pasé mi mejor infancia, vivía una anciana de
pelo blanco, la señora Amalia, a la que no se me permitía acercarme a
pesar de que era una mujer dulce que siempre me trataba con cariño.
Supe muchos años después que se decía de ella que había sido miliciana;
miliciana y puta, que venía entonces a significar lo mismo, cargados
ambos calificativos con el mismo estigma.
Jugué entre los túneles que habían servido de refugio contra las bombas
de Franco, pero no logré arrancarle a los míos ni una palabra acerca de
qué había sido la guerra, más allá del hambre y del terror que habían
pasado.

Tuve que llegar a la Universidad para empezar a atar cabos. Los
almendros del paisaje de mi infancia, en el huerto de mis abuelos,
habían sido el lugar donde el 30 de abril de 1939 se llevaron a los
miles de republicanos atrapados en el puerto de Alicante que esperaban
barcos que les salvaran del fascismo. Mi madre, que entonces tenía 13
años, me habló, hace apenas diez años, del espanto que le causó el
rumor de sus voces.
He escrito Nosotras que perdimos la paz
por pura necesidad. Necesidad de saber, de escuchar, de conocer. Porque
crecí sin escuchar a las mías contar su historia, la que fuera. Porque
en los años setenta empecé a luchar por los derechos de las mujeres y
pensé, en mi supina ignorancia, que empezábamos desde cero, sin saber
que el cero no existía. Porque quería resarcirme de tanta mentira.
Porque necesitaba darme el gusto de conocerlas y de escucharlas.
Porque, como tantas otras periodistas, escritoras, historiadoras,
obreras, militantes y ciudadanas sin más, necesitaba que la propia
historia me transitara.

Pero este libro es también un libro
militante de la vida. Con sus historias quiero llegar al corazón de
cada lector y lectora, compartir el gustazo de ser personas libres en
una sociedad democrática, celebrarlo como una victoria política, pero
también como una conquista diaria y personal que nos corresponde a cada
cual ejercer a ciencia cierta. Las protagonistas de este libro, y muchas otras miles, perdieron mucho
más que la guerra: perdieron la paz necesaria para sobrevivir con
sosiego a las tragedias de la vida. Mientras ellas no tenían derecho a
ser quienes eran, a nosotras trataban de educarnos sumisas, limitadas,
servidoras de los hombres y de los poderosos, permanentes menores de
edad. La Sección Femenina fracasó en muchos frentes, gracias a Dios,
también en ése.

Esta tarde quiero celebrar con vosotras la libertad que disfrutamos;
somos mujeres de pleno derecho. Aquellos objetivos que perseguían las
Mujeres Libres han sido alcanzados. Todos, hombres y mujeres, vivimos
en una sociedad en la que la ley ampara nuestra libertad. Merece la
pena no olvidarlo, por muchas que sean las dificultades que encontremos
en el camino.

Quiero acabar con los versos que la anarquista Soledad Estorach le
enviara a su amiga y compañera de Mujeres Libres Conchita Liaño en
1985, poco antes de morir, y que abren mi libro:
Nuestras almas truncadas, pero alas al fin,
son un tesoro inapreciable.
Con ellas, hasta en la noche hay luz.
La desgracia hubiera sido haberlas perdido.

O no haberlas tenido nunca.

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