casco insumissia fusil roto
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Carta al director/a aparecida en el diario ABC

Así en la paz como en la guerra

Así en la paz como en la guerra

Texto original

«Dulce et decorum est pro patria mori»

(Horacio)

En los años setenta, cuando la Transición nos trajo con retraso el dulce espíritu de la libertad, la mayoría de los españoles nos creímos que todo el monte era orégano y nos pasamos en la pólvora de las salvas del pacifismo. Nadie se salvó de ese virus juguetón que nos hacía cosquillas al paso alegre de la paz: los políticos, los sindicatos, los intelectuales, la juventud, la Iglesia. El resultado fue que en los ochenta llegó una oleada de insumisos y objetores que hacía inviable un Ejército de leva, y en los noventa Aznar lo tuvo que profesionalizar con más pena que gloria. Sobre todo porque no lo supo vender: el hombre que suprimió la mili acabó, paradoja española, vapuleado como un siniestro adalid de la guerra. Ay, si hubiera sido Felipe el autor de ese salto que nunca se atrevió a dar: lo habrían propuesto para el Nobel de la Paz que ahora sueña con ganar Zapatero.

El caso es que la mentalidad dominante, este discurso de éticas indoloras (Lipovetsky) y crepúsculo de deberes, ha dado en alumbrar una idea políticamente correcta del Ejército como una oenegé que está, como dice Rajoy, para ayudar a cruzar la acera a las viejecitas de los países en guerra o para sustituir a los misioneros en el áspero Tercer Mundo de las hambrunas y las limpiezas étnicas. Por eso cuando caen militares en acto de servicio, en España se desata una crisis política que nace de la perplejidad ante el hecho de que los profesionales de las armas vivan en peligro de muerte. Y el problema no es sólo una cuestión de conciencia popular, sino que está empezando a calar en las propias Fuerzas Armadas, al fin y al cabo tan hijas del pueblo como los funcionarios de Hacienda o los carteros: yo he visto banderas pacifistas en la despedida de unos soldados que iban a Irak.

La tragedia del helicóptero de Herat ha colocado al Gobierno de Rodríguez Zapatero ante el espejo de sus peores fantasmas. De un lado, le recuerda con incómoda crueldad la irresponsable oposición que los socialistas le hicieron al PP en los asuntos militares, tanto si ha tratado de un accidente (Yak-42) como de un ataque guerrillero (Irak). De otro, sitúa al Ejecutivo en abierta contradicción con unos aliados radicales que piden sin recato el repliegue de todas nuestras fuerzas armadas para dedicarlas a apagar fuegos en el monte.

Zapatero y Bono han gestionado la crisis con un ardor mediático y una puesta en escena digna de mejor causa. En eso le han dado sopas con honda a aquel Aznar tan hierático y autista: han retransmitido en directo las videoconferencias, se han hecho retratar en presuntos aterrizajes de emergencia y han ensayado con éxito los gestos de contrición mejor compuestos que se recuerdan en la escena política. De paso, han puesto todo el empeño en subrayar las diferencias con sus antecesores, aunque haya sido a costa de confusiones interesadas como la de decir que en Afganistán estamos bajo encomienda de la ONU, sin especificar que dicha misión se está cumpliendo bajo el mando de la OTAN, esas siglas que ponen de los nervios a Llamazares y otros tardoprogres con la memoria anclada en los tiempos del Telón de Acero. Pero, sobre todo, están intentando cuadrar un círculo imposible. El de explicarle a la gente que con los socialistas el Ejército no va a la guerra, sino a la paz, esa paz por la que Zapatero dijo sentir «un ansia infinita».

Pues no. En Afganistán es menester que esté la OTAN porque los guerrilleros talibanes y los señores de la guerra tienen la peligrosa costumbre de tirar misiles como pepinos de media tonelada, y eso no lo hacen para celebrar las fiestas patronales. Por aquellas montañas se esconden nada menos que Bin Laden y su número dos, Al-Zawahri, de cuyos designios emanan las consignas que estrellan los aviones contra las torres de oficinas o activan las bombas en los trenes de Madrid, en el Metro de Londres o donde quiera que toque el próximo episodio. También de aquellos secarrales parten las órdenes que acaban reventando panaderías en Bagdad o comisarías en Faluya. Es la misma guerra, la de Occidente contra el terror, aunque el ataque inicial tuviese -esto es lamentablemente cierto- mayor amparo y cobertura internacionales que la invasión de Irak.

Es la misma guerra, en realidad la única guerra, y nuestros soldados, que están allí porque tienen que estar, porque formamos parte de ese Occidente que se defiende de su principal enemigo, no cumplen una misión muy diferente de la que desarrollaban en la célebre «zona hortofrutícola» de Diwaniya, de la que Zapatero y Bono les mandaron salir por piernas mientras los militares polacos les hacían con los brazos el cloqueo de las gallinas. Y los diecisiete de Herat han muerto porque en la guerra a veces muere gente, militares que estaban allí enviados para cumplir con los gajes de su oficio, que incluyen la posibilidad cierta de dejarse la vida a cambio de una paga escasa y una gloria incierta.

Esta es la realidad que el Gobierno quiere confundir con cortinas de humo retóricas sobre la paz. En el mismo Irak, poco antes de la nada gloriosa Anábasis zapaterista, nuestras tropas tuvieron que defenderse a tiro limpio de un ataque con todos sus avíos. Disconformes con la «doctrina Bono» de que es preferible morir a matar, liquidaron en el trance a bastantes enemigos para salvar el pellejo y cuentan las crónicas que, metidos en la feroz adrenalina del combate, llegaron a disparar contra mujeres civiles a las que llamaban «ninjas» por ir vestidas con toca negra. Así son las cosas; en la guerra nadie elige la misión que le corresponde porque el enemigo dispone por cuenta propia.

Del mismo modo parece razonable concluir, a tenor de los análisis del mando aliado y del propio Centro Nacional de Inteligencia, que en Afganistán nuestras tropas no están ateniéndose al estricto mandato quietista que autorizó el Congreso para poder lograr un consenso del PSOE con sus socios de izquierda y nacionalistas, sino que participan en misiones de alto riesgo. Es lógico que así sea porque aquello no es un parque temático, pero la contradicción del Gobierno consigo mismo resulta manifiesta. En un país como esos a los que nos queremos parecer, el presidente y su ministro de Defensa sacarían pecho y condecorarían a los muertos como héroes caídos por la patria, que es lo que son porque a la patria se la sirve tanto en suelo propio como en ajeno, y no se enredarían en disquisiciones ni casuismos vergonzantes para disfrazar de misión de paz lo que no es más que un desgraciado hecho de guerra, sea su causa de naturaleza accidental o provocada.

Pero eso implicaría admitir que estamos en guerra contra el terrorismo de turbante y yihad, desmontaría las milongas sobre la alianza de civilizaciones y recordaría a la opinión pública el ensañamiento oportunista y carnicero con que se crucificó al Gobierno anterior. Así que es más cómodo aprovechar la bula moral de la izquierda, la complicidad pasiva de los pacifistas unilaterales, el silencio bochornoso de los antiguos pancarteros, y tirar adelante con retruécanos semánticos y salvedades inverosímiles. Todo antes que dar el paso al frente de aceptar que el ejercicio del poder implica una responsabilidad moral. Y que, por muy pacífico y bienintencionado que se pueda ser, la democracia exige el mandato y la necesidad de sostener un Ejército preparado y decidido a matar y morir cuando hace falta. Así en la paz que todos anhelamos como en la guerra que a veces quiebra nuestros bienaventurados sueños.

Alternativa Antimilitarista - Moc
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